El calor abrasaba aquel 16 de agosto, no fue preciso encender la chimenea, no esperaba invitados el poeta mientras escribía nuevos versos frente a un vaso de agua fresca tarareando, un poema aún sin escribir, con la premoción de los que podría ocurrir.
No llegaron invitados a tomar café, sino unos
matones dispuestos a profanar la poesía, a matar al poeta.
«¡Café!». Gritó un asesino, y el aroma no era a café, sino a sangre, a tierra regada con la sangre de los mártires de la libertad, a miedo a la luz del alba y al influjo de la luna sobre las mentes obtusas de los criminales.
Dos días
después, sin esperar las primeras luces del alba, los pájaros, los gorriones y
los ruiseñores, dejaron de cantar, el agua del río Genil, cesó su discurrir,
sobre el lecho dormido teñido de rojo.
Ligero se marchó, sin un beso ni despedida de esos padres a los que fue a ver a su Granada querida. Lo llamó su madre, como cada mañana:
——¡Vamos despierta Federico!, que los trinos
de los jilgueros no sonarán igual esta mañana si le faltan tus versos. Sin ti, Federico,
nada será igual, ni la poesía, ni el amor, ni tampoco la Libertad. Sin ti, Federico
ni el sol saldrá.
Y las lágrimas
todavía hacen crecer al río que transcurre, siempre, con sabor a sangre y a esperanza, entre
el Albayzín y la Alhambra.
Ondeando la bandera de la Libertad, te esperamos Federico.
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