A ciegas se levantaba cada
mañana, para no gastar luz. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad,
como si fuera un gato, ansiando casi a cada paso tropezar y hablarle a la
muerte a la cara. No quería ser estorbo para nadie, ni navegar por las brumas
de la indiferencia. Vivía en silencio,
ya ni encendía el televisor que las ondas digitales terrestres, habían dejado
obsoleto por completo, lo hubiera sacado para que se lo llevaran los
funcionarios del ayuntamiento que se ocupaban del reciclaje, de no ser porque
pesaba mucho y no quería molestar a nadie. La radio sí la ponía a la hora de
acostarse, no para escucharla, pues se quitaba el audífono, sino porque el
sonsonete le ayudaba a dormir y a no pensar.
Cuando salía a pasear por Cuenca, también lo llevaba quitado, al
principio, alguna vez estuvieron a punto de atropellarlo por dicha razón.
«A ver si es verdad que me
atropellan y acabo de una vez» —solía responder cuando le increpaban por no
haberse percatado de que estaba cometiendo una imprudencia que no solo a él le
incumbía. Un día lo llegaron a atropellar de verdad, fue una muchacha que
llevaba la «L». La pobre muchacha sufrió un ataque de ansiedad. Entonces
comprendió, que aunque él quisiera morir, la solución no era que fuera
atropellado, como él pretendía, ya que arruinaba la vida a otra persona, y eso
él no lo quería. Desde ese día, nunca salía de su casa sin el audífono puesto,
y nadie, en toda Cuenca, tenía más cuidado que Manuel en cruzar la calle, y si
veía que alguien cruzaba imprudentemente, no dejaba de llamarle la atención
para que no lo volviera a hacer.
Era una mañana fresca de principios
de septiembre cuando Manuel, como otros muchos días, bajó en busca de arcilla,
no para hacer botijos, hace tanto tiempo que dejó de hacerlos; sin embargo,
ahora todos los días baja a por arcilla, y la pone en el torno, buscando la
perfección de un secreto que nadie conoce, solo él. Al jubilarse dejó de bajar,
para así dedicarle todo el tiempo necesario a su esposa, ahora, después de
fallecida, todo el tiempo le sobraba.
El rocío de la mañana impregnaba
árboles, flores y caminos, resultaba casi cómico verle bajar con dos bolsas de
plástico y un bastón por aquellas cuestas plasmadas de humedad matutina.
Caminar midiendo cada paso, fijándose dónde colocaba el bastón, el pie derecho
y el izquierdo, y aún sí, resbalaba de vez en cuando cada dos por tres por aquellos
umbrosos pasillos entre fresnos, álamos, sauces, abedules por los que tan
felices paseos adolescentes corrió junto a su amada, cuando el parque era una
alameda de la ribera del río. Afortunadamente, hay bancos de madera donde
sentarse a descansar. La acción de subir la cuesta la llevaba mejor, se
ahogaba; pero, no tenía miedo a resbalar y caerse, aunque se cansa mucho más.
El anciano se sienta agotado en
el solitario banco del parque, frente al pequeño embalse artificial. A su
alrededor, avispas revolotean, como acusándole de que él es el intruso. Él, que
lleva ochenta años caminando por aquella senda, que ha visto cómo del barro
pasó a la gravilla, de la gravilla al asfalto y del asfalto a aquellos adobes
que intentaban darle el aspecto antiguo a lo que no dejaba de ser hormigón
artificial. Abre la bolsa de plástico que lleva en la mano y saca la botella de
agua, echa un trago y cierra con parsimonia la botella mirando a un punto
indeterminado del suelo. Mete la botella y saca un pequeño bocadillo y la
navaja, que coloca a su lado sobre el banco, le quita el papel de periódico que
envuelve el bocadillo, él todavía usa el papel de prensa para liar sus
bocadillos. Extiende el papel sobre el banco, y coge el pan, hace intención de
ir a darle un bocado, se ríe de sí mismo antes de que el pan toque sus labios,
tal vez debería haberse puesto una dentadura, pero a Carmen, su mujer, nunca le
ajustó bien y le hacía llagas en las encías, así que:
—Yo con mi navajilla, poco a
poco, a trocicos pequeños me apaño —y se apañaba, mal, pero se apañaba, trozo
muy pequeño de pan y trozo, todavía más pequeño de embutido, jamón o queso, que
una vez un trozo de queso estuvo a punto de llevarlo al otro barrio. No es que
él tuviera mucho interés por estar en este mundo, que, de haber sido creyente,
habría rezado para que Dios se lo llevará con su Carmen.
Al poner el pan y el jamón sobre
el banco, regresan de nuevo las avispas, como siempre las ignora, así se
apaciguarán, y también le ignorarán a él, convirtiéndose en invisible, como
invisible parece ser para su hijo.
—Ya no eres mi padre.
Le dijo su hijo, cuando se negó a
hipotecar su casa, para avalarle en una absurda aventura financiera, que al
final demostró ser poco menos que una estafa, un sinsentido condenado al
fracaso desde el mismo planteamiento. De nada sirvieron los consejos que desde
la experiencia le dio a su hijo, tampoco los cinco millones de pesetas que le
dejó cuando comprobó que no se avenía a razones. Cinco millones que él sabía
que nunca serían reintegrados, y que cuando su hijo le exigió más, él se negó,
puesto que para poder prestárselos no le quedaba otra alternativa que hipotecar
su casa, y eso, mientras que viviera su mujer, no estaba dispuesto a hacerlo,
una vez muerta, pensó más de una vez, «yo me puedo caer desde lo alto del
puente de San Pablo sin llegar a perjudicar a nadie». Fue entonces fue cuando
escuchó por primera vez aquellas palabras que tanto daño le hacían:
—Ya no eres mi padre.
Esas palabras sonaban en su
cerebro todas las mañanas antes de levantarse, todas las tardes y todas las
noches antes de acostarse. Por desgracia para él, al contrario que a las
avispas, no podía ignorarlas, no podía fingir que no le afectaban, no podía
engañarse. Todas las mañanas Manuel pasaba por la puerta donde vivía su hijo,
antes tocaba el timbre, dispuesto a todo, a pedirle perdón, a hipotecar su
casa, a darle todos sus ahorros... Nunca se abrió la puerta. Ya hace tiempo que
renunció a tocar el timbre. Sabe que nunca recibirá respuesta desde arriba. A
pesar de todo, quedaba la esperanza, no se había roto toda la relación, Manuel
recibía la visita de su hijo y nietos todos los años, el día de Navidad, y
algunos domingos sueltos, de uvas a peras.
Llegaba sin avisar. Manuel abría la puerta y su hijo pasaba por su lado
como si no le viese, como si fuese invisible. Algunas veces, llegaba a escuchar
de los labios de su hijo un «hola, papá»; pero, solo algunas veces, y tan
bajito, que Manuel con su sordera no llegaba a oír. Sí, es cierto lo visitaba, lo visitaba en
pasado, ya no. Bien claro que lo dijo:
—Vengo por ella, por mi madre.
Tú, tú ya no eres mi padre.
Y él pensaba para sus adentros,
que siempre sería su padre, aunque él no quisiera ser su hijo. Y cuando se
marchaba, toda la impotencia aguantada durante la visita estallaba en un
desconsolador llanto, que afortunadamente, su esposa no llegaba a comprender.
Pero, Adela, su esposa enferma,
había muerto. Murió aquel verano. Ahora
sabía que no volvería a recibir aquella corta visita de media hora, en
silencio, frente al televisor, porque su esposa hacía tiempo que no mantenía ningún
tipo de conversación, que soltaba por sus labios palabras incoherentes, sin
sentido, que recibía a su hijo del mismo modo que hubiese recibido a un
extraño.
—¿Quién ha venido a verte?
—¿A mí? Nadie.
—¿De qué has hablado con tu hijo?
—¿Con cuál?
Y Manuel sonreía dibujando un
rictus de amargura. Al principio sí sabía quién la visitaba, cuando las visitas
eran semanales, conforme se distanciaban en el tiempo, la anciana ya no sabía
siquiera si tenía hijos, si era soltera, casada o viuda, si Manuel era su
hermano, su marido o un novio que tuvo en su muy lejana juventud.
Como era de esperar, al fallecer
su esposa, su hijo, su único hijo, exigió la parte de su madre hasta el último
céntimo. Él accedió a todo, hasta permitió que se llevase las escasas joyas que
tenía la anciana, la cuenta bancaria con la mitad los ahorros se la quedó su
hijo. En el momento que ya no pudo sacar nada más, ya no lo volvió a ver. ¿Cómo
no va a pensar todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches en su
hijo y en sus palabras?
—Ya no eres mi padre.
Tres veces y trescientas repite
esa frase mientras termina el bocadillo.
Las avispas le ignoran, su hijo le ignora, los gorriones acuden a
picotear las migajas que se le caen al suelo. Tras el pequeño descanso se incorpora
con dificultad, masculla una blasfemia, y tras un segundo intento se incorpora
con la ayuda del bastón que le sirve de soporte para poder andar. Con paso
inseguro camina ahora entre fresnos y abedules de esbelto talle que buscan los
rayos de sol de aquel final de la primavera castellana. Mira al cielo, sobre su
cabeza, la bella estampa de San Pablo, reconvertido en Parador Nacional, con su
puente, que finaliza frente a las Casas Colgadas.
Tras unos matorrales sale una
pareja, que parece ser que han pasado la noche junto al río, posiblemente
haciendo el amor. Ya que ella lleva una minúscula prenda en las manos de color
Rosa, que, sin percatarse de la presencia del anciano, se sube la falda y
supuestamente se la pone, porque después de puesta la prenda, el trasero muestra
contundente a la vista un lunar que él conoce muy bien…
—¿Qué miras viejo cabrón?
—Escucha la voz de un jovenzuelo a su espalda.
—Yo nada, nada. Vengo de coger
barro…—titubeó Manuel, sin saber qué responder, notando cómo una fuerte mano lo
cogía por el cuello de la espalda y era levantado como si fuese un gato recién
nacido por la boca de su madre.
—¡Madre mía! —exclamó la muchacha
—déjalo, déjalo…
—Si te estaba mirando el culo
—reniega el jovenzuelo.
—Es mi abuelo Manuel…—aclara la
muchacha, casi una niña,
apresurándose para darle una
patada a un preservativo que está casi a sus pies —. ¿No le dirás nada a mi
papá verdad, abuelito? Me mataría.
El anciano niega con la cabeza,
¿cómo le va a decir nada, si su hijo ni le habla? La muchacha se acerca y le
suelta dos besos en la mejilla.
—Prometido, ¡eh! —Parece
implorarle la chiquilla.
Él quiere decirle algo desde la
autoridad de abuelo, pero, el mozalbete le hace un gesto con el puño.
—Y si no…
—No le hagas caso abuelito, no le
hagas caso, se hace el valiente con los viejos; pero… —dice ella dándole dos
nuevos besos.
En unos instantes Manuel se queda
solo mirando absorto a su nieta y a aquel mozalbete maleducado. Se marchan
discutiendo, él haciendo los mismos gestos amenazantes a ella que antes le hiciese
a él.
—¿Qué pasa, que te gusta que te
miren los viejos el culo? Lo que me faltaba…
—Que no es un viejo, que es mi
abuelo, que pasaba con su barro, ha dado la casualidad…
—Y le sueltas dos besos…
—No que han sido cuatro…
—Zorra.
—Imbécil.
Ya están muy lejos, ya no los escucha; pero no
le ha gustado, piensa que si es capaz de amenazar a un viejo, ¿qué no será con
una chiquilla? Pasan tantas cosas...
Recoge la bolsa de arcilla que se le había caído al suelo, y sube mucho
más cansado que ningún día.
—Tengo que decirle a mi hijo,
tengo que decirle a mi nieta, que no, que no me ha gustado ese muchacho. Mi
hijo no me escuchará, ella menos…
Nota que se ahoga, se agobia de
pensarlo, es como si estuviese viendo el futuro. Intenta convencerse a sí mismo
de que son manías de viejo. Se sienta en el siguiente banco, mete la mano en la
bolsa en la que lleva la botella de agua, le quita el tapón, después se busca
en los bolsillos el pastillero que lleva siempre consigo. Intenta abrirlo, le
tiemblan los dedos, escucha un grito, quiere pensar que no, pero piensa en su
nieta, se le cae el pastillero de las manos. Se siente sofocado, intenta
levantarse, necesita ayudarle. El jovenzuelo está pegándole patadas a la
chiquilla, al tiempo que la insulta. El joven se queda parado al ver al
anciano, el cual se quita el cinturón dispuesto a enfrentarse al muchacho. Este le empuja y el abuelo cae de espaldas,
no puede levantarse; sin embargo, del armario desvencijado de su pecho saca
fuerzas de donde no creía tenerlas, y lanza el cinturón contra las piernas del
joven, y se levanta sirviéndose de una vara y de la mano que le tiende su nieta
se refugia detrás de su abuelo, mientras que el joven escupe contra el suelo y
ante la presencia de nuevos viandantes comienza a correr.
—Gracias, abuelo. Tú siempre
serás mi abuelo…
La chiquilla comienza a besarlo
dándole una y mil veces las gracias, él es feliz, como hacía mucho tiempo que
no lo era. Recuerda otro lunar semejante al que momentos antes viese a su
nieta, recuerda a su amada esposa. Sonríe, quiere devolverle los besos a la
chiquilla; sin embargo, una paz interior le hace languidecer como si fuese de
goma. Su nieta nota cómo el anciano se le escurre de entre sus brazos hasta
caer al suelo con una sonrisa dibujada en los labios.
El anciano despierta en la cama
del hospital Virgen de la Luz, ve que hay flores, no de floristería, sino
arrancadas de algún jardín y envueltas en papel de regalo puestas en el vaso
hospitalario. Se siente confundido, no
hay nadie en la habitación, cierra los ojos intentando recordar qué ha
ocurrido. No recuerda nada, ve a Carmen, su esposa, levantarse de la cama,
desnuda, con aquel lunar en el trasero que tanto le llamaba la atención. Se da
la vuelta y le sonríe, está tan bella...
—Abuelo, abuelo…—escucha.
Ve a Carmen, él ve a otra Carmen,
otra Carmen diferente, con los mismos ojos, con la misma cara, y la misma
sonrisa… ¿Cómo es posible, si hace ya más de diez años de su muerte y ya era
una anciana? ¿Acaso Dios ha realizado el milagro a través de sus manos y ha
soplado sobre el barro la figura transformándola en persona de carne y hueso?
—Carmen, Carmen, ¿eres tú?
—¿Me has reconocido? ¡Me has
reconocido!
Es su voz, su cara, todo lo que
él buscaba todas las mañanas en los espejos de sus ojos. Lo único discordante
era su manera de vestir. Quería verla entre las tinieblas fulgurantes de sus
recuerdos. Ver su cuerpo desnudo al trasluz de la ventana entreabierta. Verla
haciendo cábalas de cómo llegar a fin de mes administrando los ahorros que les
quedaban, pálida de ver cómo la enfermedad le iba arrancando las ganas de
vivir. No, no quería recordarla así, por eso, en su alfarería, todos los días
moldeaba su figura, bella como la más bella, hermosa como la más hermosa. Se
había hecho carne abandonando sus huesos y calavera, dejando de ser
transparente para llevárselo y traerle aquellas flores, robadas de un
jardín. Entonces, cuando Carmen, su
nieta, le besó en la mejilla y la ve emocionada repetir:
—Gracias, abuelo, tú siempre
serás mi abuelo…
Entonces escucha la voz de su
hijo en la puerta la habitación hablando por el celular. Reconocería esa voz entre
un millón, es la misma voz que tantas veces le dijese «tú ya no eres mi padre»,
y que ahora parecía disculparse ante quien estaba al otro lado del teléfono:
—Cariño, cuando yo he salido esta
mañana las flores estaban… Claro, claro, sí, los claveles estaban muy hermosos,
¿ni uno? ¿Pero quién va a saltar la valla? Eso es imposible, ¿no habrá sido el
perro? Claro, claro, estarían en el suelo…
La enfermera sale de la
habitación a llamarle la atención, está molestando a los enfermos.
—Por favor guarde silencio, esto
es un hospital, y en esta habitación hay un hombre que está muy mal…
—Soy su hijo, cariño te dejo
—contesta.
—¡Ah! —Parece disculparse la
enfermera.
—Sí, soy su hijo, pero…
La chiquilla palidece, parece
querer esconderse, se metería debajo de la cama si pudiera, no puede, no hay
lugar dónde hacerlo. Se coloca delante de la mesita para que su padre no vea
las flores que ella ha cortado del jardín. Manuel ve entre nebulosas a la
doctora y a su hijo. Este casi lo ignora al ver a su hija.
—¿Tú qué copón haces aquí?
La chiquilla palidece, titubea
algo entre los labios, sin que ni Manuel ni su padre escuchen lo que pronuncia.
—Carmen, ¿cómo te has enterado de
que estaba el abuelo aquí?
Pregunta de nuevo su hijo a su
hija, la cual se aprieta una mano con otra, intentando disimular sus nervios.
—¿Has sido tú quien ha arrancado
las flores? Desde luego, para matarte…, ¿eres tú la de los periódicos?
—Don Manuel, su padre es un
héroe, salvó a una muchacha de ser agredida.
La chiquilla hace gestos con la
cabeza, cada vez más asustada.
—Don Manuel —se dirige ahora la
doctora a Manuel —: está en todos los periódicos de Cuenca, ¡qué vergüenza Dios
mío, qué vergüenza!
—¿Por qué? Su padre es un héroe
—repite la doctora, recalcando la última palabra.
—Pero mi hija es…—y ante la
mirada severa de la doctora calla.
Manuel apenas escucha, languidece
pensando en Carmen, en otra Carmen, la que conoció desde su nacimiento hasta su
muerte. Lanza un suspiro surgido de no sabe dónde. La chiquilla es la primera
en reaccionar, algo nota y se abraza a él con fuerza.
—Abuelo, abuelo, no te vayas, tú
siempre serás mi abuelo, abuelo…
Don Manuel, el padre de la
chiquilla lanza un respingo, mira el periódico que tiene la doctora en las
manos, no se entretiene a leerlo, se ha ocultado el nombre de la menor para
preservar su intimidad; pero, él sabe ya quién es esa menor, y quién ha cortado
todas las flores susceptibles de cortarse del jardín. Manuel, al que nadie le llamó don, y fue más
Manolo que Manuel, espera inútilmente el abrazo de su hijo, los besos de su
hijo, y, sobre todo, las palabras de su hijo, parecidas a las que repite su nieta
una y otra vez, mientras no cesa de besarlo:
—Abuelo, abuelo, no te vayas, tú
siempre serás mi abuelo…
Abraza a su nieta, mientras
realiza un esfuerzo sobrehumano extendiendo su mano en busca de la de su hijo.
Duele, duele pensar que después de toda una vida dedicada a él no haya una
palabra de consuelo, un te quiero de última hora, que no exista el soplo
necesario para marcharse con la sensación de haber sido un buen padre.
—Hijo… —llega a decir. La
chiquilla se separa un poco de su abuelo, mira a su padre, mira a su abuelo.
Por unos instantes, parece que va a decir algo, mueve levemente los labios,
baja la mirada cuando la médica le coge la mano a la vez que agarra la del
anciano. Parece que va a darle la mano, balbucea levemente algo, que nadie
escucha.
—Te quiero Carmen, te quiero
Manu…—el anciano lo intenta, no llega a terminar el nombre de su hijo, no le
llega el último aliento; pero, si su hijo hubiese llegado a decirlo, a decir te
quiero, lo habría escuchado, y no hubiese dibujado en sus labios ese extraño
rictus de amargura con el que emprendió su último viaje. Dicen que alguien lo
vio derramar alguna lágrima en el funeral. También cuentan, que después de seis
años, todos los meses ha tenido flores frescas sobre su lápida, y que, quien
las llevaba era una muchacha, retrato vivo de la foto de boda que acompañaba en
una pequeña capilla a la tumba, y que siempre esa muchacha se despedía con la
misma frase:
—Tú siempre serás mi abuelo.
© Paco Arenas
©Ya no eres mi padre
©Esperando la lluvia-Cuentos al
calor de la lumbre
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