Esta es una de esas muchas
historias que se contaron en el Bar Arenas que tuvieron lugar en Benicalap. Una
historia para recordar.
Fue en aquellos tiempos en los
cuales la bebida de crema de güisqui Baileys se puso de moda, sobre todo entre
las mujeres, la verdad que por méritos propios, a mí también me gusta; a pesar
de no ser yo de muchos licores, tal vez por ello. Nuestra protagonista, vecina de Benicalap
tuvo la suerte de que en su caja navideña, la empresa en la que trabajaba tuvo
a bien regalar junto con los típicos turrones, polvorones, cavas y demás, una
botella de Baileys. Hasta ahí todo normal, esa botella la recibieron muchas
otras personas sin que a ninguna de ellas le sucediese nada de destacar. Está mujer era y, supongo que seguirá siendo,
muy jovial que no precisaba de beber para estar de un humor excelente, y que
además no bebía nada de alcohol salvo alguna cerveza cuando salía a comer
fuera, que en su casa bebía agua.
La curiosidad es siempre muy
mala, pero ella, como nos ha ocurrido a muchos, abrió la caja navideña en el
trabajo para ver que había tenido a bien regalar la empresa en la que
trabajaba.
— ¿Y esto de Baileys, qué es?
— ¿No lo has probado nunca? —Le
preguntó una compañera asombrada.
—Pues no. Yo nunca bebo licores
—contestó ella con la natural seguridad de quien dice la verdad.
—Mujer, si esto no es un licor,
esto es como el café con leche; pero mucho
más bueno, dónde va a parar. Tú lo metes en la nevera, y después de comer, te
lo tomas y verás que bueno que está.
—Es como el café con leche pero
con magia apuntó otra, relamiéndose, sino te gusta, aquí estoy yo.
Así que nuestra benicalera llegó
a su casa a las tres de la tarde harta de trabajar, sin ganas de nada, nada más
que de dormir, después de haberse levantado a las cinco de la mañana. No
obstante, metió la botella de Baileys s en el congelador para probar ese “café con
leche” con magia que le habían dicho las compañeras. Comió sin ganas la comida preparada por la
noche y decidió echarse la siesta, pero antes fue al congelador y sacó la
botella, llenando medio vaso. Fresquito como estaba, no habiendo hecho efecto,
echó otro medio vaso y se puso a descansar en el sofá un rato, para después
ponerse a realizar las tareas de la casa. Tuvo la mala idea de dejar la botella
allí a su lado, mientras se quedaba dormida. Puso el televisor para ver la telenovela
venezolana que por entonces triunfaba en toda España, Cristal, y que aquel día
estaba más interesante que nunca. Estaba tan bueno, y si era como el café con
leche le vendría bien para despejarse y realizar las labores hogareñas después
de la telenovela. Tareas domésticas que ni el marido ni los hijos participaban
mucho en ellas, y no es que ella trabajase menos que él, y los hijos fuesen
mancos. La botella, digamos que menguó bastante más de lo deseable en una
persona que no está acostumbrada a beber.
Después de ver Cristal, tenía mucho más sueño que al llegar de trabajo,
y se tumbó en el sofá un poco amodorra.
Sus hijos llegaron de San Roque a
las cinco de la tarde, no llevaban llaves, tampoco las necesitaban, su madre
siempre estaba en casa. Llamaron desde
el portero electrónico y nadie respondió.
—Mamá, habrá ido a comprar. Esperaron
un poco, volvieron a intentarlo, y con la despreocupación propia de la edad se
fueron con sus novias al Bar Arenas a comerse unas patatas bravas. El
marido llegaba a las siete de la tarde de trabajar, tampoco llevaba llaves
porque ella siempre lo esperaba en casa. Llamó dos o tres veces, pero su
querida esposa no contestó.
—Habrá ido a comprar. Pues nada,
aprovecho para ir a tomarme una cerveza al Bar Arenas.
Y en el Bar Arenas se presentó,
donde estaban sus dos hijos con sus respectivas novias.
— ¿Qué hacéis aquí? —Preguntó
extrañado.
—Mamá que se ha ido a comprar…—contestó
uno de ellos
— ¿Cuándo? Saléis del San Roque a
las cinco, son las siete y cuarto y, no
está todavía. Un poco raro, ¿no?
Volvieron los tres a la casa a
llamar, pero allí no contestaba nadie, por mucho que insistían con sus
timbrazos. Regresaron al bar y desde allí, llamaron a la madre de la mujer, que
por aquellos días estaba un poco delicada.
—Copón, que a mí que se vaya a
cuidar a la madre no me parece mal, pero sabiendo que ni los chiquillos ni yo
tenemos llaves…—dijo mientras marcaba los números de teléfono de la suegra.
Sin embargo, desde el otro lado
del hilo telefónico obtuvo la inesperada negativa.
—No, mi hija no ha venido. Ayer
me dijo que vendría cuando llegasen los chiquillos del instituto. Pero por aquí
no ha venido nadie, habrá ido a comprar —dedujo la buena mujer.
—Pues nada, Paco, pon unas
cervezas, unas bravas, una sepia a la
plancha, mientras esperamos —pidió el marido encogiéndose de hombros “resignado”.
—Pon también unos zarajos —añadió
uno de los hijos.
A las ocho y media, satisfechos
que estaban, el padre mandó al hijo pequeño a ver si su querida esposa estaba ya
en casa. Cuando regreso su hijo con la negativa, dijo:
— Copón, se habrá puesto de “charreta” y se ha olvidado que tiene
hijos y marido. En fin, ponnos otras cervezas y una de salpicón, también unos
montaditos y ya cenamos.
A las nueve y media, siendo que
era invierno, ya no podía estar comprando. Mando ahora el padre a otro de los
hijos, que volvió sin resultados.
Entonces el padre, sacó las conclusiones que debería haber sacado antes.
—A esta mujer le ha pasado algo.
Regresaron todos, dando voces,
subiendo escaleras arriba y aporreando la puerta, poniendo el oído en la puerta
y escuchando el sonsonete del televisor en marcha, pero ella sin contestar. Entonces
alarmados, poniéndose en lo peor, llamaron a los bomberos.
Marieta, que ese nombre le
daremos, despertó a las once de la noche, cuando unas parpadeantes luces
entraban desde la calle y un golpe seco rompió el cristal del balcón. Se levantó adormilada sin saber bien dónde estaba ni en qué lugar esconderse. Entonces vió a aquel hombre con escafandra de bombero con el hacha en la mano. Gritó pensando ser víctima de una película de terror y corrió huyendo en dirección contraria al balcón, abriendo la puerta y chocando frente a frente con su marido que la cogió con los brazos abiertos.
—Una y no más — comentaría días después. Y así fue, se aficionó al Baileys; pero solo una gotilla en el café con leche. Eso sí, desde ese día todos los habitantes de la casa, menos el gato, salían por la puerta con las llaves en el bolsillo.
—Una y no más — comentaría días después. Y así fue, se aficionó al Baileys; pero solo una gotilla en el café con leche. Eso sí, desde ese día todos los habitantes de la casa, menos el gato, salían por la puerta con las llaves en el bolsillo.
Así pasó y así lo cuento, con algunas licencias literarias.
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