martes, 4 de octubre de 2016

Chupito a chupito, los bomberos en el balcón



Para quien no lo sepa, más de la mitad de mi vida laboral la dediqué a la hostelería y casi dieciocho fui tabernero de mi propio bar en el barrio de Benicalap, el Bar Arenas.  Los taberneros (me gusta ese término tradicional) de barrio suelen ser receptores y emisores de noticias de lo que ocurre a su alrededor, pero sobre todo son una especie de confesores laicos, dispuestos a escuchar y a guardar el secreto de por vida. En su defecto, si lo cuenta, lo lógico es que se atenga a la premisa de:

«Se dice el pecado, pero no el pecador»

 Esta es una de esas muchas historias que me contaron en el Bar Arenas de Benicalap. Una historia para recordar.

 

 

Chupito a chupito, los bomberos en el balcón

La crema de güisqui Baileys se puso de moda en España a principios de los años 90 del pasado siglo. Creo recordar que en al Bar Arenas llegó en la primavera del 91 y fue a raíz de este suceso. Pronto causó furor, sobre todo entre las mujeres. 

Nuestra protagonista, vecina de Benicalap, tuvo la suerte de que en su caja navideña, la empresa en la que trabajaba tuvo a bien regalar junto con los típicos turrones, polvorones, cavas y demás, una botella de Baileys. Hasta ahí todo normal, esa botella la recibieron muchas otras personas sin que a ninguna de ellas le sucediese nada de destacar.  Esta mujer era y, supongo que seguirá siendo, muy jovial que no precisaba de beber para estar de un humor excelente.  Además, no bebía nada de alcohol salvo alguna cerveza con gaseosa, cuando salía a comer fuera, que en su casa solo bebía agua.

La curiosidad, dicen que mató al gato, y eso ocurrió, abrió la caja navideña en el trabajo y se encontró con aquella botella de color marrón que no conocía.

—Esto de Baileys, ¿qué es?

— ¿No lo has probado nunca? —le preguntó una compañera asombrada.

—Pues no. No bebo alcohol —contestó ella con la natural seguridad de quien dice la verdad.

—Mujer, si esto no es alcohol. Esto es como el café con leche, pero mucho más bueno, dónde va a parar. Tú lo metes en la nevera, y después de comer lo pruebas. Verás que cosa tan rica.

—Es como el café con leche, pero con magia — apuntó otra, relamiéndose. Si no te gusta, aquí estoy yo.  

La mujer llegó a su casa a las tres de la tarde harta de trabajar, sin ganas de nada, ocho horas de pie en la cadena, resultaban agotadores; más, después de haberse levantado a las cinco de la mañana. No obstante, metió la botella de Baileys en el congelador para probar ese «café con leche» con magia después de comer algo.

Comió sin ganas, sin calentar siquiera, la comida preparada la noche anterior. Al terminar fue al frigorífico y sacó la botella, llenando medio vaso. Fresquito como estaba, entraba de maravilla.

—Sí que está bueno de verdad. Pero que muy bueno.

Llenó otro medio vaso y se recostó el sofá a descansar un rato, con la intención de ponerse después a realizar las tareas de la casa. Tuvo la mala idea de dejar la botella allí, a su lado.  Puso el televisor para ver la telenovela venezolana que por entonces triunfaba en toda España, «Cristal» y antes de escuchar:

«Señor... Aquí estoy frente a ti, de rodillas, con este secreto tan grande que solo tú conoces»

Llenaba el vaso por tercera vez.

Aquel día «Cristal» estaba más interesante que nunca y nuestra protagonista, no se durmió. Aquello estaba tan bueno, y sí, era como el café con leche, le vendría bien para despejarse y realizar las labores hogareñas después de la telenovela. Tareas domésticas que ni el marido ni los hijos participaban mucho en ellas, y no es que ella trabajase menos que él, o que los hijos fuesen mancos. La botella, chupito a chupito fue menguando hasta, como suele decirse, verle el culo y besarlo. Después de ver «Cristal», tenía mucho más sueño que al llegar del trabajo, y se terminó de tumbarse en el sofá con un poco modorra.

Sus hijos llegaron del Instituto San Roque casi a las seis de la tarde, con ganas de merendar, acompañados de sus novias. No llevaban llaves, tampoco las necesitaban, su madre siempre estaba en casa dispuesta para cuando ellos llegasen. Al medio día comían en casa de los abuelos.  Llamaron desde el portero electrónico y nadie respondió.

—Mamá, habrá ido a comprar —pensaron o dijeron.

 Esperaron un poco y al ver que no llegaba, lo intentaron de nuevo.  Con la despreocupación, propia de la edad, se fueron con sus novias al Bar Arenas a comerse unas patatas bravas.  Su marido llegaba a las siete de la tarde. Solía llevar llaves, pero tampoco ponía mucho cuidado, y ese día se olvidó de cogerlas. Tampoco se preocupaba mucho, porque ella siempre lo esperaba en casa. Llamó dos o tres veces, pero su querida esposa no contestó.

—Habrá ido a comprar. Pues nada, aprovecho para ir a tomarme una cerveza al Bar Arenas…

Y en el Bar Arenas se presentó, donde se encontraba sus dos hijos con sus respectivas novias.

— ¿Qué hacéis aquí? —preguntó extrañado.

—Mamá que se ha ido a comprar…—contestó uno de ellos

— ¿Cuándo? Saléis del San Roque a las cinco, son las siete y cuarto y, no está todavía. Un poco raro, ¿no?

—Falta poco para Navidad, habrá ido a por algo…—la justificó una de las novias.

—Paco, ponme una cerveza y una de morro…—me pidió, y los cinco se sentaron tan tranquilamente.

Tras unas cuantas cervezas, unos zarajos y una ración de sepia a la plancha regresaron para ver si ya estaba la mujer en su casa. Allí no contestaba nadie, por mucho que insistían con sus timbrazos. Regresaron al bar y desde allí llamaron a la madre de la mujer, que por entonces andaba un poco delicada. Entonces no existían los móviles o celulares y en los bares había teléfono público.

—¡Copón! A mí que se vaya a cuidar a la suegra, no me parece mal; pero, sabiendo que ni los chiquillos ni yo tenemos llaves…—protestó mientras marcaba los números de teléfono de la suegra.

Sin embargo, desde el otro lado del hilo telefónico obtuvo la inesperada negativa.

—No, mi hija no ha venido. Ayer me dijo que vendría cuando llegasen los chiquillos del instituto. Pero por aquí no ha venido ni Dios. Habrá ido a comprar —dedujo la buena mujer.

—Pues nada, Paco, pon unas cervezas, unas bravas y una sepia a la plancha, mientras esperamos—pidió el marido encogiéndose de hombros «resignado».

—Pon también otros zarajos y unos pinchos—añadió uno de los hijos.

A las ocho y media, satisfechos que estaban, el padre mandó al hijo más pequeño a ver si su querida esposa estaba ya en casa. Cuando regreso con la negativa, dijo:

—Copón, se habrá puesto de «charreta» con las amigas y se ha olvidado que tiene hijos y marido. En fin, ponnos otras cervezas y una de salpicón, también unos montaditos, y ya cenamos.

A las nueve y media, siendo que era invierno, ya no podía estar comprando. Mandó ahora al otro hijo. Regresó sin resultados. 

—Casi fundo el timbre…

 Entonces el padre, sacó las conclusiones que debería haber sacado antes.

—A esta mujer le ha pasado algo.

Regresaron todos, dando voces. Un vecino les abrió la puerta del portal y subieron por las escaleras sin esperar al ascensor. Aporrearon la puerta, poniendo el oído y escuchando el sonsonete del televisor en marcha. Hasta podían escuchar los goles de «Estudio Estadio» y hasta el gato maullar en la puerta, pero ella sin contestar. Entonces, alarmados, pensaron lo peor y llamaron a los bomberos.

Marieta, que ese nombre le daremos, despertó a las once de la noche, cuando unas parpadeantes luces entraban desde la calle y un golpe seco rompió el cristal del balcón.  Se levantó adormilada sin saber bien dónde estaba ni en qué lugar esconderse. Vio a aquel hombre con escafandra de bombero y un hacha en la mano. Gritó pensando ser víctima de una película de terror y corrió huyendo en dirección contraria al balcón, abriendo la puerta y chocando frente a frente con su marido, que la cogió con los brazos abiertos.   

—Una y no más —comentaría días después.

Faltó a su palabra, se aficionó al Baileys, pero solo una gotilla en el café con leche. Eso sí, desde aquel día, todos los habitantes de la casa, menos el gato, salían por la puerta con las llaves en el bolsillo.

 

Así pasó y así lo cuento.

©Bar Arenas C.B.


©Paco Arenas, autor de «Magdalenas sin azúcar», «Águeda y el secreto de su mano zurda» entre otros libros, disponibles en Amazon y librerías.



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