sábado, 22 de octubre de 2016

Mis padres, esos campesinos que me quisieron tanto.



Ayer, que para mí fue un día dulce, por todas cosas hermosas que me sucedieron con respecto a mis libros. Estuve hablando con mi hermano Julián. Hablamos de nuestros padres. Los recordamos como se recuerdan a los padres, con ese sabor agridulce de añoranza, tristeza y dulzura que produce el recuerdo de nuestros seres queridos. 

— Madre todavía llegó a vivir algo, pero padre lo único que hizo toda su vida fue trabajar y sufrir. Viendo como todo el esfuerzo no le daba para otra cosa que seguir trabajando.  Una buena parte de la cosecha iba para alimentar las mulas. Trabajando de sol a sol, alimentándose muchos días  con pan, aceitunas... —Me dijo mi hermano.

Y es verdad, mi padre toda su vida, todos los días, se levantaba a las cinco de la mañana y se acostaba cuando las campanadas de la torre daban las doce. Le recuerdo muchos días cenar de pie, con un trozo de pan y un tomate en la mano. Tenía tan poco tiempo, que aprendió a fumar sin las manos,  se liaba el cigarrillo y con permanecía entre sus labios, hasta que el calor de la flama quemaba.  

Fue soldado de una España derrotada y traicionada, y  prisionero de otra España mala madrastra de sus hijos, que mataba a sus hijos de hambre.  Él siempre soñó con escapar de su tutela, soñaba con otra tierra donde lloviese y floreciese la semilla de la libertad.  Siempre decía:

— Vendemos las mulas y nos vamos. Este año será el último. Cuando terminé la vendimia cogemos el portante y nos vamos.
Al principio decía a la República Argentina, después se conformaba con Ibiza. Murió cuando supo que ya no podía relegar la marcha, cuando ya había apalabrado la cosecha de trigo y las mulas. Miraba al horizonte, encendía el cigarro y meneaba la cabeza. Él no quería abandonar aquella tierra de la que era esclavo. No se veía pisando otros suelos, respirando otros aires. Desde el final de la guerra, soñando con marchar y cuando ya estaba decidido… Era tal su apego a la tierra, a sus mulas, a las que hablaba con cariño a su perro, su fiel compañero, a aquella tierra desagradecida.

A pesar de todo, tanto sufrimiento, tenía muchos sueños, y siempre le vi con la sonrisa en los labios. Cuando emprendió su último viaje, yo todavía no había cumplido los ocho años; sin embargo, noto su presencia, su fuerza, tanto como la de mi madre. 

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