—¡Ay, Señor!
—¿Qué te pasa, amigo Sancho? Suspiras como si fueses una vieja
beata que de repente cree creer en Dios…
—Ojalá fuera eso. Alonso, no te burles de mí. Dios, si es que
existió alguna vez, nos abandonó antes de hacerse carne…
—Filósofo estás, ¿no será el calor que abrasa y abraza? Ese
que derrite las piedras de las casas derruidas de la Mancha y abraza de soledad
cada una de aquellas plazas y rectas callejuelas con mujeres a la sombra
tejiendo jerséis para el invierno y los chiquillos jugando al «Corre, corre que
te pillo, chocolate Josefillo y por las noches alrededor de un lebrillo de
cuerva o un botijo de agua, celebrando que todavía quedaba un rato para la
casquera…»
—Podría ser. Será o tiene que ser Por ahí van los tiros.
Recuerdo aquella tarde, a la hora de la siesta, cuando mi madre me mandó a casa
del enterrador porque se había muerto el hermano Tirso Tenorio y estaba todo el
mundo en la siega y yo no sabía dónde vivía el enterrador…
—Ya me lo has contado más de una vez, amigo Sancho. Las calles
desiertas, porque quien no estaba de siesta estaba en la siega y tú sin saber a
qué puerta llamar para que te diera las señas del enterrador, del que solo
sabías el mote…
—Sí, y como inocente, llamé a la puerta de la única casa en la
que se escuchaba ruido… No te rías Alonso, ¿cómo iba yo a saber a mis siete años
que aquel ruido era del somier?
—Bueno, bueno. Encontraste al enterrador crujiendo el somier
con su mujer…
—Sordo y casi muerto me dejó del grito que dio desde la cama.
Y más muerto me quedé cuando me abrió la puerta su mujer, al ver lo que por la
bata se le escapaba…
—Amigo Sancho… No te pongas voluptuoso y festivo que ya
estamos viejos para siquiera pensar en esas cosas.
—Ni la guitarra tiene cuerdas, ni la música suena, ya lo sé.
Pero no iba por esos derroteros el cuento, que entonces me daban más miedo que
placer ver dos tetas y ahora, solo los ojos bailan, que otra cosa, desde la
operación de próstata, ni una miaja siquiera…
—Bueno, sique y dime cuál es tu tormento. Aunque lo imagino y
no me equivoco…
—Alonso, amigo mío, quinientos años juntos…
—Más, algunos más…
—Cierto, aunque antes teníamos duelos y quebrantos y ahora ni
huevos podemos comprar y los torreznos nos los prohíbe el médico… Pero, amigo
Alonso. No nos desviemos del asunto en cuestión…
—¿De las tetas de la Eladia?
—Ojalá, fuese esa la razón de mi desazón. Entonces, a la hora
de la siesta, nadie se veía por las calles, pero se escuchaban el ruido del
somier y por las noches, primeros las casqueras a la luz de la luna y después
la sinfonía de los muelles en armonía…
—Sancho, parece que has cogido carrerilla…
—Pues eso, que las calles estaban vacías, pero las casas
llenas de alegría y la gente en la siega, la vendimia o la oliva, lo que la
estación requería.
—Claro, claro, amigo Sancho, ya sé por dónde caminas...
—El enterrador me juró que me enterraría si a la hora de la
siesta lo interrumpía. Los chiquillos se apedreaban en las calles, o contra los
del pueblo vecino. Había gente por las calles, en todos los pueblos, y hasta en
las ruinas de los castillos se acomodaban más de un títere o cómico de la legua…Ahora,
si te apetece, podemos decirle a mi hijo de recorrer la Mancha en su todoterreno,
por la mañana, nadie por las calles, por la tarde, la siesta ni las ratas que
duermen en los colchones apolillados por la humedad de los tejados que ya nadie
reteja, ni repara, por la noche, solo las lechuzas se escuchan. Triste tierra
nuestra, olvidada hasta por quienes la veneran…
—Amigo Sancho. A eso le llaman la «España vaciada».
—Vaciada, no. La España muerta y sin un enterrador que le eche
tierra encima. Se me cae el alma a los pies de ver como esta tierra que en
borrico y jamelgo viejo cabalgamos y holgamos, ahora, bajo el sol y la luna,
solo hay pueblos muertos y sin futuro. Esa es mi desazón, coraje y pena.
—Como se suele decir: entre todos la mataron y ella sola se
murió.
—Pues eso, amigo Alonso, pues eso. Al fin y al cabo, no somos
nadie, nada más que personajes ficticios de un lugar de la Mancha de cuyo
nombre ni siquiera el autor se quiere acordar…
—Ea, amigo Sancho, pues vale.
© Paco Arenas a 7 de agosto de 2022
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