viernes, 2 de septiembre de 2022

Sancho escribe una carta a su hada madrina

 


 

Sancho, su hada madrina y la costrada de Tudela

Sancho escribe una carta a su hada madrina

 

Sancho apenas hace media hora que ha terminado de ordeñar las ovejas, sacado las dos cántaras de leche al ribazo que hay al lado del camino y cerrando la tinada se pone en bandolera su zurrón de pastor, como si se fuese al campo otra vez. Camina hasta donde se encuentran las cántaras, dejándose caer sobre el zopetero. Pasa una mujer joven paseando y leyendo un libro. Se la queda mirando, y sonríe pensando casi en voz alta:

«Como se descuide la muchacha se va a pegar una costalada que va a estampar su galanura en el libro.»

—Cuidado tenga usted, no vaya a tropezar con los renglones, que aquí por estos caminos embarrados se pasa de la zeta a la b sin pasar por la m. No es que me quiera yo meter, pero yo sé de quien se chafó las narices contra un guindo por ir leyendo libros de caballerías, que yo diría de borriquerías —se atrevió a decirle a la desconocida con cierta socarronería.  

—¿Qué dices cascarrón? ¿Acaso no eres tú ese que llaman Sancho Panza? —Le preguntó atrevida la muchacha.

—¿Cascarrón me ha llamado?

—Sí, cascarrón.

—Sin faltar, señora, a ver si le voy a llamar yo a usted maestrilla, ya que tanto sabe, que hasta mi nombre conoce…

—No me ofendes ni una pizca, que soy maestra…

—¡Ah! ¿La nueva maestra? Pues que Dios la pille confesada, que si yo soy cascarrón, sus futuros discípulos lo mismo la despiertan a pedradas en las ventanas antes de que cante el gallo.

—Soy madrugadora, no hay cuidado, cascarrón.

—Vuelta la borrica al trigo, ¿a dónde va usted?

—Al trigo precisamente no, voy a la alameda de la poza de Diana a terminar de leer este libro antes de que se haga de noche.

—Pues tenga cuidado y no se bañe en ella, que el agua de la poza está tan fría que corta hasta el aliento, y el cutis, que lo tiene muy fino. Y sepa, que yo tendría más de un libro para escribir…

—Pues escríbelo.

—¿Yo?, ¿cómo si confundo la uve con la be y la hache con la ka?

—Pues escríbele una carta a tu hada madrina.

—¿Como Pinocho y la Cenicienta?

—Mismamente.

—Ande, ande, que todavía le queda trecho para llegar a la alameda. Que yo en cuanto llegue el lechero me voy a cenar y a dormir, que mañana madrugo, no tengo tiempo para tontunas.

—Tú, piénsalo. Las hadas madrinas existen.

—Y las maestrillas también. ¡Adiós!

—¡Adiós! —se despidió la maestra que continuó su camino leyendo en dirección a la alameda de la poza de Diana.

Sancho se queda a solas con su borrico Rucio, el galgo corredor de su amo don Quijote, que si no tuvo nombre en la genial obra, no he de ser yo quien se lo ponga, por supuesto su perro pastor manchego, Manolo.

—¡Mecachis la mar sagrada! Está todo más seco que el ojo de Benito el Tuerto, como no llueva en septiembre, quien quiera leche, va a salir trasquilado, porque las ovejas si no comen y beben agua leche no dan ni para el amo, y menos para mí. Si nos dejaran entrar en el monte, ni uno ardía… ¡Humo iba a salir! Humo tenía que salir de la cabeza de los pensantes, que para eso les pagamos.

El galgo corredor, ladró y se echó a sus pies, Rucio se sentó sobre sus patas, mientras que Manolo miraba inquieto para todos lados.  Sancho se recostó sobre el ribazo con la esperanza de que llegase pronto el lechero y tras coger una paja seca de centeno se la colocó en los labios.

—Manolo, haz el favor, descansa tú también, que llevamos desde las seis de la mañana en pie y los arreboles pintan el cielo. Ya vendrá el lechero cuando le salga de los cataplines…

No es preciso decir que Manolo, como buen manchego, era más tozudo que entre catorce maños y veinte navarros juntos. Desapareció detrás de la tinada. Sancho escupió la paja bajándose el sombrero y cerrando los ojos pensó en lo que en los últimos meses le quitaba el sueño y más después de lo dicho por la muchacha:

«Si el tal Cide Hamete Benengeli escribió la historia de don Quijote, sin conocerlo, y el impostor de Avellaneda se inventó una historia aparte, él, Sancho Panza, compañero inseparable de don Alonso de Quijano, que tantos secretos compartía con don Quijote, ¿no iba a ser capaz de escribir un libro? ¿Pero, cómo, si apenas había aprendido lo básico de gramática y a sus años, por mucho que intentaba estudiar se liaba más que el hilo de la caña de pescar de un novato? Podría decirle a su amigo Alonso que le corrigiese lo escrito, que para eso era muy leído y casi tan culto como un catedrático de Alcalá, pero quería darle una sorpresa, y no era cuestión de romper el cántaro antes de llenarlo de agua.»

—Ya sé. Le escribiré a mi hada madrina…

—¿Tú? ¿Escribir a un hada madrina, si eres más descreído que Santo Tomás? Ya te lo ha dicho la maestra, cascarrón, que eres un cascarrón. Lo que tienes que hacer es pedirle perdón e ir a la escuela. Eso, aunque te vuelvas loco como tu amo, que no mío, que los filósofos no tenemos amo —escuchó una voz. Miró para todos lados y no vio a persona alguna, entonces la voz prosiguió, y Sancho se percató de los hocicos de los que salía, era Rucio.

 —Vamos, que te conozco desde hace quinientos años, que eres, ¿cómo se dice? ¿Mateo?

—Se dice ateo y Sancho no es ateo, algo agnóstico como Santo Tomás—se escuchó otra voz diferente, algo aflautada. 

Sancho abrió la boca, totalmente estupefacto, no lo podía creer. Era el galgo corredor de su amo, que muy serio continuaba con pedantería manifiesta:


— Cómo se nota que eres un borrico y no lees.  Yo como siempre corro entre libros…

—Corres tanto que solo sales en la primera página.  ¡Creído de los testículos de buey castrado! ¡Espabilado! Que eres un espabilado que va de sabiondo —le cortó Rucio, molesto.

—¡Serás ignorante!

—¡Parad, parad! Que yo creo en muchas cosas, creo hasta en Dios, que nunca lo he visto…—protestó Sancho.

Rucio rebuznó con carcajada humana y el galgo ladró con voz aún más de persona. Escuchó risas femeninas y otras masculinas. No era ni Rucio ni el galgo, pero no vio a nadie más.

—Tontunas que dices. Si tienes más posos de anarquía que el café de Buenaventura Durruti…

Era una de las ovejas, Fortunata, que llegaba acompañada de su compañera Jacinta y el morueco Delfín. Tras los tres, Manolo, su perro.  

—Estos, que se querían dar a la fuga para Tudela…

Sancho ni escuchó a su perro, tampoco se extrañó de que hablaran él, las ovejas y el morueco, total si hablaban un burro y un galgo, ya podía esperar cualquier cosa, menos que se rieran de él:

—¿Por qué os reís todos de mí?

—Mira, mira, que nos conocemos —le contestó el galgo corredor —. Llevas toda la vida despotricando, riéndote tú de los fantasiosos. Ni crees siquiera en San Jorge y el Dragón, y mira que es patrón de Aragón e Inglaterra. Cuando alguien anda con rezos o habla de dragones, hadas o princesas de cuento encantadas, les hablas de alguaciles cojos o mancos, cuando no de ignorantes y tunantes. Ni crees en las cabritillas de colores ni en faunos y ahora y si apareciera el Espíritu Santo ante ti, te echarías a reír, aunque te quedases preñado y… ¿Pretendes escribir una carta a tu hada madrina? Lo que tienes que hacer es ir a la escuela y no hacer caso a estos...

—¡Será engreído y estúpido! —Protestó Manolo.

—¡Haya paz, haya paz! —Aconsejó Delfín.

—No es que quiera darle la razón a la lagarta de Fortunata —intervino Jacinta —, que quiere llevarse a mi Juanito a comer una dulce costrada a Tudela. Pero, no me queda otra que dársela. Tú no crees en las fantasías ni en las religiones, ni, aunque hables con perros, borricos, ovejas y un borrego husmo…

—¡Eh, eh! Que yo no he dicho ni be —protestó el carnero —y no soy tan husmo, solo un poco goloso y quiero comparar entre la costrada de Alcalá y la de Tudela.

—Esto no puede estar pasándome a mí —se restregó los ojos Sancho, cerrándolos y abriéndolos varias veces, y tocándose la barriga que comenzó a crecer como si estuviese preñado. Pero los animales seguían allí, sonriendo con visajes humanos.

—A ver si ahora va a ser verdad lo de la paloma y el dragón y no es una metáfora recurrente…

—Anda, Manolo—ordenó Rucio —, corre un poco y trae las plumas de ganso que tengo guardadas en las alforjas, el frasco de tinta y la libreta de gusanillo, que Sancho comienza a ver dragones alados y palomas preñadoras. Aprovecha, que le llega la imaginación. ¡Ah!, y no te olvides del sobre y la carta en blanco y se lo das a Sancho.

—Pero si solo tiene que alargar la mano para coger todo —protestó Manolo.

—Anda no seas perro —se burló Delfín.

—¡Calla borrego! —Replicó enojado Manolo —. Además, es más rápido el galgo…—terminó en tono guasón.

—En fin, cómo se nota quién es de la clase trabajadora —dijo Fortunata, acercándose a las alforjas de Rucio, metiendo los hocicos en morral ajeno, sacando pluma, papel y carta para escribir.

—Ahora, Sancho, escribe a tu hada madrina —le ordenó, ahora, Manolo a él.

—¿Y cómo sabíais que quería escribir a mi hada madrina? —Preguntó sorprendido Sancho.

—Cascarrón, tú escribe y calla —cortó Jacinta con un poco de brusquedad y aires altaneros —, eso sí, si el hada madrina te concede el deseo, media docena de costradas de Tudela nos tienes que traer para cada uno, y una arroba de pacharán, más que nada para que entre con más dulzura.

Cogió Sancho la pluma, apoyó el papel en las ancas de Rucio y comenzó a escribir:

«Querida hada madrina, no soy tan guapo como Cenicienta, al contrario, soy un poco cenizo y a lo mejor, como me ha dicho la maestra, un poco bronco, áspero y desapacible. Aunque, tampoco soy un tronco seco como Pinocho, y al contrario que él, salvo si es por buena causa, como cuando Dulcinea y mi amo, no suelo mentir…»

—Querida Cenicienta, más tontaina no puedo ser, quería escribirte una carta y te estoy escribiendo tontunas que no vienen a cuento. Los ignorantes en lugar de ir a la escuela piden milagros a Dios, o aún peor a hadas madrinas de cuentos infantiles, claro, de acuerdo con la edad mental... Sancho, no caigas en la tentación. Ve a la escuela y no busques en la magia lo que se consigue con esfuerzo... —se burló el galgo corredor con su aflautada voz.

—Y habla del esfuerzo quien de la primera página no pasó — se mofó Manolo socarrón, abriéndosele la boca de aburrimiento. 

—Yo no soy tan leído como tú, me como las comas y me dejo los fideos, que se escapan de la sopa y se colocan por todos lados como si fuesen comas —contestó Sancho, ignorando a Manolo.

—Lo tienes fácil, tú no te fías ni de ti y menos de mí —intervino de nuevo el galgo corredor —, que soy un sabueso de biblioteca. A Manolo no le pidas ayuda, que es sabio pastor, pero ignorante lector. Al borrico, solo consejo, porque te conoce mejor que ninguno, y a esos tres borregos.  ¿Qué te voy a decir, si todavía creen en los Reyes Magos y que cuando los montan en el camión a sus hijos lechales para ir al matadero, piensan que se van de invitados a ver al rey a Sanxenxo, cuando en realidad van a su mesa, después de haber pasado por las brasas? Ellos, han oído campanas de que las mejores costradas están en Tudela, y piensa que van a llegar allí y les van a invitar a costradas en Tudela o Alcalá y allá que van, de cabeza, son borregos, ¿qué se puede esperar?

Fortunata, Jacinta y Delfín pusieron cara de espanto.

—Eres un ser mezquino y cruel, un inverecundo que no tienes vergüenza ni corazón —protestó Manolo —No hagáis caso a este pedante, vago, que ni de la primera página pasó…

—Manolo, te repites más que el ajo, la morcilla y el pepino en una noche larga después de una borrachera de aguardiente seco —se quejó el galgo corredor.

—Pues no como ni morcilla, porque lleva cdebolla y el aguardiente me atonta solo con su olor —medio ladró Manolo.

—No discutáis. La culpa es mía —se lamentó Sancho —no creo en hadas madrinas y menos a galgos, perros, borricos y borregos habladores, y eso que los oyen mis ojos y ven mis oídos...

—¿Has bebió? —se carcajeó el galgo —. Se te traba la lengua y dices tontunas, con los oídos se oye y con los ojos se ve, y no al revés y aquí estamos todos hablando más claro que en el Congreso de los diputados y trabajando mucho más que todos los senadores juntos.  Si no crees en las hadas madrinas, lo mejor que puedes hacer es acercarte a la escuela, que es donde una maestra navarrica tiene revolucionados a todos los mayores con su espiral de lectores, y a buen seguro que estará gustosa en poner los puntos sobre las íes a un cascarrón como tú…

—¿La que acaba de pasar? Pues si ella es mi hada madrina, mejor no se la escribo, con todo lo que le he dicho, seguro que me manda a hacer leches y con razón.

—Tú prueba, que yo sé que es muy buena persona, ¿no has visto que lee? Quienes leemos somos buenas personas, aunque no pasemos de la primera página de los mejores libros, pero aparecer en la primera página del mejor libro, ya es todo un honor —sentenció el galgo, los demás asintieron sin ganas, como si estuviesen aprendido en la misma cartilla o supiesen que contra la sapiencia del galgo corredor no tenían nada que hacer.

Sancho notó cómo alguien le zarandeaba los hombros, era el lechero que lo miraba sonriente. Asustado miró a los animales, que los tres que estaban allí, salvo Rucio, que estaba rebuznando, Manolo y el galgo, estaban dormitando, de las ovejas, ni rastro.

—¡Copón! Te tenía que haber dado un susto, he cargado las cántaras y ni te has enterado ni tú, ni los perros, y el borrico rebuzna de tal manera que se parece a ti cuando empinas el codo más de la cuenta… Vamos, que parecía que en lugar de soñar tenías coloquial conversación con tus perros... ¿Qué hablabas de hadas madrinas y costradas de Alcalá? 

—De Tudela, costradas de Tudela.

—¿De Tudela? ¡Copón! Ahora que lo dices. De Tudela es la nueva maestra que ha venido este septiembre para la escuela. Pobrecilla, con lo bruticos que somos en el pueblo, va a tener que enseñar antes a los padres que a las criaturas.  Bueno, ya ha empezado con una cosa que llama Espiral de Lectores.  Magia va a tener que hacer como la Mary Poppins esa del paraguas abierto, la de las chimeneas…

—Tú te confundes de película.

—Será.

—A lo mejor me apunto a esa Espiral de Lectores.

—¿Tú? Si lo más largo que has leído ha sido la equis donde te han dicho que tienes que poner el dedo para firmar. Antes me caso yo con ella, que tú te pongas a leer —se burló el lechero.

—Pues por eso. Nunca es tarde si los renglones no están derechos para enderezarlos.

—Agárrate que vienen curvas, y en espiral. Antes me la echo de novia y me caso con ella, que tú te apuntas a leer... —de nuevo se burló, Vicente, el lechero.

Se despidieron y Sancho se quedó pensando en todo lo soñado u ocurrido, que dudas tenía. A ver si existían las hadas madrinas y los dragones alados, las palomas preñadoras y las ovejas, burros y perros charlatanes. Se veía volando con alas formadas por hojas de libros volando sin necesidad de meterse por las chimeneas como Mary Poppins.

Miró al galgo corredor, a Manolo y a Rucio, estaban todavía dormidos a sus pies. Le extrañó tener un bolígrafo en la mano, y más que hubiera en el suelo un papel en blanco.

—¡Copón y copete! A ver si lo que he soñado es de verdad.

Presuroso despertó a los animales, intentó interrogarles, pero ellos cada uno contestó de acuerdo con su condición, Rucio rebuznó, como bostezando, Manolo ladró, y el galgo corredor abrió la boca con desgana. Fue a la tinada y abrió la puerta. Cada una de las ovejas, corderos, cabras y carneros, estaban tranquilos dentro o buscando un lugar a la sombra de una higuera de higos blancos que había en el centro del corralón. Buscó a Jacinta, Fortunata y Delfín, allí estaban tan tranquilos, junto con Altisadora, Víctor Hugo y Casilda y Marcela, los nombres se los ponía su amigo Alonso Quijano, que era muy leído, y él se los aprendía y reconocía una entre mil, cada una de sus ovejas y cabras. Salió y por el camino regresaba de la alameda de la Poza Diana la maestra con el libro en la mano ya cerrado.  La esperó de pie, y cuando llegó a su lado, le preguntó, quitándose el gorro de fieltro:

—Señora, disculpe usted. Me ha dicho Vicente… ¿sabe quién es? —ante el gesto afirmativo de la maestra, prosiguió —que ha hecho usted una cosa para que los adultos leamos, ¿yo podría apuntarme?

—Si quieres leer, sí, claro. 

—Muy de leer no soy, pero quiero escribir un libro…tengo muchas vivencias…

—Sin lectura, por muchas vivencias que tengas, es difícil escribir. Para aprender a escribir, primero hay que leer mucho.

—Por eso quiero leer y de paso, ¿usted podría ser mi hada madrina? Para corregirme si me equivoco con las letras de sitio, que el nombre de todas mis ovejas, lo sé, pero dónde me como una coma o pongo el acento, mucho no me aclaro…

—Pues, carta al hada madrina, rellenas el formulario, y por las tardes, después de la ducha, a la escuela, porque las ovejas dejan huella y por mucha lavanda y tomillo que ponga en los jarrones, la borra huele más...—dijo con un doble sentido la maestra.

—Y tanto, las ovejas huelen mucho, pero son tan buenas e inteligentes, que se les llame borregas no está bien, que buena lana dan, y no solo borra, como suele decirse de los ignorantes como yo. Ya quisieran muchos borregos de dos patas tener el seso como ellas. Los animales no son tan cernícalos como algunos creen, ni borricos, ni perros, ni borregos, que si los escuchas, buenos consejos te dan. 

—Pues a escuchar, que yo no los entiendo. ¿Qué te dicen?

—Aquel que corre y se para en el primer matojo, me ha dicho que mejor que escribir a mi hada madrina, vaya a la escuela —terminó señalando al galgo corredor, que junto con Manolo, iban corriendo uno detrás del otro.

—Pues ya sabes cascarrón, menos cascar, más leer y a la escuela. ¡Adiós!

—Vaya usted con Dios, señora maestra...

Se alejó la maestra y Sancho silbó a los perros. Cuando llegaron a su lado, se dirigió al galgo:

—Tú y yo tenemos muchas lecciones por repasar. Así aprenderé más rápido. ¿Estás de acuerdo?

El galgo ladró sin entender nada y corrió detrás de Manolo. 

Entonces miró al suelo, a ese papel en blanco que antes había visto, conforme se agachaba comprendió lo que era, el albarán de la leche antes de darle la vuelta. Estaba sin firmar y con una equis en lugar de su firma.

—Y quiero escribir libros… ¡Madre del amor hermoso!

 

 

©Paco Arenas a 2 de septiembre de 2022

 



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