Aquella
noche, a José, la sonrisa se le dibujo en el rostro. Al abrir el contenedor de
basura del supermercado, una pieza de mortadela siciliana caducada y un paquete
de pan de molde humedecido, le hicieron dar gracias a Dios.
Esa a noche cenaría. Asomaría la cabeza a la
esperanza, no de una vida mejor a medio largo plazo, que los candidatos
electorales prometían para el futuro del país, hace tiempo que perdió esa
esperanza, era una esperanza a muy corto plazo, esa noche cenaría. Sus tripas cada día menos acostumbradas a
recibir alimento, no se resignaban y por la noche entre el polvo y la humedad
del suelo, protestaban más que el duro suelo del cajero automático donde solía
dormir en las noches de invierno. Solo tres años antes era un hombre feliz,
casado y con una familia. Un mal día de diciembre, lo llamaron al despacho de
la empresa, allí le esperaba el gerente y el responsable de recursos humanos.
Ambos tenían cara de circunstancias, no obstante lo recibieron de manera muy
amable.
—José,
¿sabes por qué te hemos hecho llamar? —Pregunto el responsable de recursos
humanos.
José
podía imaginárselo, al menos debiera haberlo imaginado, desde que se aprobará
aquella nefasta reforma laboral, más de un tercio de la plantilla había sido
despedida en los meses previos. No porque hubiesen disminuido los beneficios
empresariales, o no hiciesen falta esos recursos humanos, porque de inmediato
comenzaron las horas extras impagadas o pagadas, según la categoría a precios ridículos.
Recordaba que después de aquellos despidos masivos el gerente les dijo:
—En
los tiempos que corren es necesario trabajar más y cobrar menos. Las cosas
están muy mal. Cuesta mucho competir, pero al menos vosotros, gracias a los
esfuerzos y sacrificios que estamos haciendo entre todos, empresa y
trabajadores, podéis estar tranquilos. Ya no son necesarios más ajustes, la
empresa es viable y si Dios quiere, muchos podréis estar en ella hasta vuestra
jubilación.
No
eran tiempos de huelgas, la rabia se dosificaba con sordina en la barra de los
bares, y cada vez más en los hogares. José veía a sus compañeros despedidos, avergonzándose,
y a la vez, sintiéndose afortunado de seguir trabajando, más horas y con menos
sueldo. Como cerdo asado en un horno que mira sonriente, por tener la cabeza
dentro y no en las brasas.
Ahora era él, quien estaba frente al gerente y el responsable de recursos humanos, quien ya quemado, estaba a punto de salir del horno para caer en las brasas para ser churrascado. Salió del despacho con la mirada perdida, era incapaz de asimilarlo, de creerlo. Incapaz de ir a su casa de enfrentarse a su mujer e hijos, caminó por la ciudad como figura sombría a punto de asfixiarse, encerrado en una pesadilla, pisando un asfalto que no sentía bajo sus pies, chocándose con las farolas, con otros transeúntes, que ajenos caminaban colgados de sus móviles, tropezando a cada paso contra las sombras imaginarias que le esperaban a la vuelta de la esquina. Notaba como punzantes zarzas se enredaban en sus piernas, y un estrepito sangriento brotaba de su piel hacía el exterior, explosionando al mismo tiempo en su interior, hasta reventar sus pensamientos, su cerebro, sus sentidos.
Al
llegar a su casa, todos lloraron juntos, no había resquicio para la esperanza,
en los últimos meses la noticia era esa, despidos, despidos y despidos. Al día siguiente
regreso a para seguir trabajando los días que le quedaban. Se sorprendió que un
vigilante de seguridad lo acompañase en todo momento, desde que traspasó la
puerta de la empresa. En recepción le comunicaron le habían dado vacaciones
para que no volviese los quince días que le quedaban de trabajo. Que podía
recoger sus cosas. Algunos compañeros se acercaban, otros ante la presencia de
vigilante, ni siquiera, miradas dolorosas de ahorcados que esperan su turno
para subir al cadalso le seguían. Quiso
ir a hablar con el responsable de recursos humanos, el porqué de esa
vigilancia, de esas vacaciones, si él quería trabajar el tiempo que le quedaba.
—José,
es por ti. No queremos hacértelo más duro. Además en unos meses volverás a
estar con nosotros. Tú vales mucho, y la empresa no puede permitirse el lujo de
estar mucho tiempo sin tus servicios…Ya verás, en unos meses estarás con
nosotros… —le dijo en un tono tan amable como falso.
El
subsidio no dura eternamente, y después de los seis primeros meses de búsqueda incansable
de trabajo, la prestación no llegaba para pagar ni la hipoteca del piso.
Entonces llegaron los impagos de los recibos de luz, del agua, los cortes de
suministro de luz, los enganches ilegales, y por último los impagos de la
hipoteca. Entonces legalmente le robó el piso la entidad bancaria con la
complicidad del gobierno y las fuerzas policiales. Se fueron a vivir a casa de
sus suegros, donde pronto vinieron las desavenencias familiares. Se vio en la
calle…
Aquella
noche cenaría. Se sentó en el banco del bulevar, frente al cajero del banco
donde todas las noches dormía. Sonreía con su preciado botín, utilizando a modo
de mesa sus propias piernas. Sobre las que colocó un periódico, también
caducado, en el que se podía leer el eslogan de un partido político:
“España
en el buen camino”.
—Paparruchas
—masculló, sacando la navaja y comenzando a cortar la mortadela.
Hacía frío; pero él, esa noche intentaría ser
feliz.
Esa noche cenaría.
Había
más bullicio del habitual en aquel bulevar central, era vísperas de Navidad. Las calles ya estaban adornadas con las luces
Navideñas. Algunos transeúntes, alegres e indiferentes, pasaban por su lado
cargados con bolsas y regalos. Otros, al pasar junto a él, se detenían unos
instantes, y, desviaban ligeramente el camino, aligerando el paso, algún niño,
incluso le dijo:
—
¡Que aproveché! Y él, con una sonrisa le daba las gracias, mientras su madre,
sin mirar, estiraba de su mano. Acostumbrado, él sonreía.
Esa
a noche cenaría.
Por
allí pasaba la caravana electoral del partido gobernante, el mismo que había
propiciado la reforma laboral que lo tiro a la calle, el mismo que con su
complicidad había propiciado que la entidad bancaría, en la que ahora dormía en
un cajero, le robase su vivienda, el mismo presidente que con sus políticas le
había robado su vida, su familia, su ilusión y esperanza de futuro. Iba
andando, a paso ligero, él que siempre se dirigía al país a través de un
televisor de plasma, estaba a pie de calle, repartiendo globos azules y
blancos, caramelos, paraguas chinos, y bolígrafos, que no escribían. Por el
asfalto marchaba la caravana y por el bulevar, acompañado de otros candidatos
secundarios y múltiples guardaespaldas, marchaba sonriente el presidente, el
candidato a la presidencia. Junto con otros repartía y daba en mano, junto con
las baratijas, sobres blancos para el
Congreso y canelas para el senado, a los paseantes y las parejas de novios que
estaban sentadas en los bancos. El candidato se acercaba a los transeúntes y se
paraba a hablar con ellos, estrechando la mano de todos aquellos que no se la
negaban, que algunos lo hacían, mientras que otros le pedían hacerse un selfie,
que él, encantado lo aceptaba sonriente.
José
permanecía ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor, meneaba la cabeza,
pensando, que tal vez debería haberse colocado ese día en otro lugar con menos
bullicio. El candidato lo vio, y dudo si acercarse a él, pero alguien le invito
a hacerlo, para de inmediato sacar las cámaras para inmortalizar el momento,
que el votante viese, que era un presidente del gobierno que se preocupaba por
la gente, aprovecharía para decir una frase grandilocuente que todos los medios
de comunicación pagados por el Régimen sacarían en sus portadas, saldría su
foto al lado del mendigo, con el siguiente titular.
“El
candidato promete, durante la próxima legislatura, erradicar la pobreza de
España”
Mientras
se posicionaban fotógrafos y cámaras, el candidato ensayó una sonrisa que
pretendía ser cercana y considerada. Se acercó a José, con los guardaespaldas
dispuestos a intervenir por si fuese preciso.
José continuó su cena, ajeno a la maniobra. El candidato, dudó, agitó
los sobres casi en las mismas narices del mendigo. Este miró los sobres y vio
la mano tendida del candidato, y los fotógrafos expectantes para captar el
momento. Insistía el candidato con su sonrisa acartonada y su mano extendida en
estrechar la de José, pero este la rechazo.
—¿Para
qué quiero estos sobres?
—Para
votar —respondió el candidato.
—¿Para
votar?¿Yo? Si no tengo nada…
—Solo
necesitas el carné de identidad —le cortó el candidato.
—Lo
tengo —dijo sacándolo de un bolsillo de su chaqueta, tres tallas mayor de la
que le correspondía.
—En
ese caso, puedes votar —dijo el candidato ofreciéndole de nuevo los sobres.
—Sí,
votaré, porque tengo el carné de identidad, pero sobre todo porque tengo
memoria. Váyase usted a la puta mierda —dijo José, mirándolo desafiante.
Los
guardaespaldas fueron a intervenir, pero hubiese dado mala imagen. De repente,
José cogió los sobres, los abrió con sumo cuidado, sacó los papeles, ya vacíos
miró en el interior, no había nada más. Pausadamente, los rompió delante del
candidato y los tiró a la papelera, escupiendo sobre ellos. Después se encamino a la fuente y se lavó las
manos. Los guardaespaldas del candidato fueron a decir algo.
—Los
últimos sobres que me dieron, tenían dinero dentro, dinero que ganaba con el
sudor de mi frente, a otros, se los daban por otros motivos — comenzó, mirando
fijamente al candidato —no necesito sus sobres, porque junto con el carné, en
estos bolsillos rotos— dando la vuelta a los bolsillos del pantalón —tengo una
dignidad más grande que la memoria.
Se
sentó y continuó su pobre cena, miró el titular del periódico que le servía de
mantel: “España en la buena dirección” y la foto del candidato. Hizo un
gesto de asco, mientras que el candidato se daba media vuelta y daba órdenes a
la policía que limpiasen las calles de mendigos, hasta después de las
elecciones.
Y
la caravana electoral continuó su machacona marcha alternando frases
grandilocuentes y alegres villancicos.
Aquella
noche, José durmió con calefacción...en la celda.
©Paco
Arenas
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