El callejón de la calle Nueva olía a masa recién amasada, a
aroma recién horneado, a leña de encina, azúcar tostada, anís en grano de estrella y a aguardiente, alguna vez.
Esos aromas, podría ser que en realidad fuesen al amor de las manos de esas
manos de mujer, que cada quince días iba al horno del callejón de la calle
Nueva a amasar y hornear, con los pesados escriños dispuestos para regresar al
final del día con ellos repletos de grandes panes, galletas, magdalenas y puede
que algún que otro dulce capricho.
Para los chiquillos era toda una fiesta, una alegría cuando nos
mandaban a la alhacena y nos asomábamos al borde del precipicio del escriño y
ver que, bajo la rodilla o paño, quedaba un único pan. En nuestra ignorancia, pensábamos
solo en la fiesta de la cocción, no que, para llegar a ese día con ese último
pan en el escriño, nuestros padres, más de un día con la angustia del hambre de
los pobres, habían renunciado a comerlo para que a sus hijos no les
faltase. Nunca falto un trozo de pan en
mis labios, ya fuese con vino y azúcar, con vino y aceite o en forma de
picatostes con vino. Nunca tuvimos la
duda sobre lo que queríamos merendar al abrir la nevera, tampoco la pobre alhacena,
donde pan, queso, tocino gordo y magro (jamón), vino y aceite no faltaba; pero,
el queso y el tocino magro se guardaba para las ocasiones, y con pan y vino nos
debíamos de conformar, así de alegres estábamos siempre.
No había muchos recursos para la diversión, ninguno para el
aburrimiento, ajenos a las preocupaciones de nuestros padres, siempre estábamos
con la risa en los labios, no había piedra ni cordaje, palo o aro, clavo o
estaca, «santos» (parte superior de las cajas de
cerillas) o «cajota» (tapas de botellas, que estuviese
libre de convertirse en un divertido juego.
Esos días de horno en la calle Nueva eran de fiesta, en los
que hasta nuestras tiernas manos servían para dar forma a las cajetillas de las magdalenas donde después nuestras madres echaban la masa. Esperábamos ansiosos a que saliesen del horno, y sin esperar a que se enfriasen comenzábamos a comerlas, para fingido disgusto de nuestras madres, que nos decían: «calientes os pueden sentar mal.» Con los restos de masa se hacían ojosos, panes con mucha azúcar que se abrían en su parte superior como si fuese una cresta, ami aquel pan me volvía loco.
Esos panes debían durar quince días, y que nunca se ponían duros, no se les daba tiempo, se acaban antes de que pasase los quince días, y si se ponían duros, no lo notábamos, porque como siempre se dijo: «A buena hambre no hay pan duro.» Entonces se decía que había jueves que relucían más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión; pero, lo que realmente relucían más que el sol eran esos inmensos panes, aunque estuvieran en la oscuridad de una alhacena dentro del escriño tapados con una rodilla (que es como llamamos o llamábamos en Castilla a los paños de cocina, porque ahora hasta nuestra lengua hemos perdido.
Esos panes debían durar quince días, y que nunca se ponían duros, no se les daba tiempo, se acaban antes de que pasase los quince días, y si se ponían duros, no lo notábamos, porque como siempre se dijo: «A buena hambre no hay pan duro.» Entonces se decía que había jueves que relucían más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión; pero, lo que realmente relucían más que el sol eran esos inmensos panes, aunque estuvieran en la oscuridad de una alhacena dentro del escriño tapados con una rodilla (que es como llamamos o llamábamos en Castilla a los paños de cocina, porque ahora hasta nuestra lengua hemos perdido.
©Paco
Arenas
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Los manuscritos de Teresa Panza- 5ª edición ampliada(Novela)
Caricias rotas (Novela)
Pisando barro, soñando palabras (Poesía)
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