miércoles, 25 de abril de 2018

Días de tahona en el callejón de la calle Nueva



Días de tahona

 

Hay charcos helados en la calle cuando comienza el ajetreo. Una lechuza atrevida aún se atreve a ulular, desde cualquier casa derruida, a pesar de estar el sol de fuera. El aire está impregnado de ecos de voces ajetreadas de mujeres, algún grito a los chiquillos:

 

—Corre a coger la vez, para mí y para Socorro. ¡Espabila!

 

Veo a mi madre dando una última paliza a la masa, que solo las manos acostumbradas al duro trabajo campesino son capaces. Después de darle la del pulpo, coloca un paño a cuadros azules y blancos en el escriño, le da una nueva una nueva vuelta a la masa, hasta darle un aspecto redondeado y coloca, por fin, la masa en el escriño. 

 

—Paco —me dice —acércate al corral y tráete todos los huevos que tengan las gallinas, los de la alhacena ya los cojo yo.

 

Voy presuroso, pero al pasar por la cuadra veo a la vieja mula a la Cordobesa, y me entretengo para acariciarla, el animal relincha agradecido.

 

—¿Vienen los huevos o qué? Que no tenemos todo el día —me grita mi madre.

 

Presuroso terminó de recoger los que me faltan. Me presento ante mi madre con más de una docena de hermosos huevos blancos como la nieve, entonces no había marrones, al menos en nuestro corral.

 

—Anda, sal corriendo y coge la vez, Que presenta y Aurelia ya han mandado a sus chiquillos, que como nos descuidemos no cocemos en todo el día —me dice casi gritando, moviendo las manos para meterme prisa.

 

Salgo a corriendo en dirección a la puerta, pero antes de cruzar el umbral de esta, mi hermana me agarra, señalándome un tazón lleno de leche.

 

—La leche, la leche, tomate la leche, que cada vez estás más melindres.

 

De los ocho hijos que tuvieron mis padres, yo fui el primero que comenzó a beber leche todas las mañanas, y casi el único que la bebía a lo largo del día. El tazón estaba muy lleno y me agaché para sorber.

 

—Eso no se hace. Madre, dígale usted algo —protestó mi hermana.

 

—Ya se lo has dicho tú —dijo mi madre —. Hazle caso a tu hermana.

 

—No quiero leche, te la bebes tú —protesté yo, ante lo que veía como una injusticia, que me obligaran a beber leche, cuando ninguno de mis hermanos la bebía.

 

La cuestión es que me gustaba la leche, pero como nadie la tomaba en mi casa, pensaba que era un agravio comparativo en mi contra. Mi hermana, ante ese acto de rebeldía, me agarro del cogote y me bajó la cabeza en dirección al tazón. Al final me bebí el tazón de un trago.

 

—Anda, ahora arrea al horno y coge la vez, que en un momento vamos madre y yo.

 

Salí corriendo casi dando brincos sobre los charcos con la confianza de que el hielo no se rompería, hacía tanto frío.  Tenía que ocurrir, al saltar uno muy grande, quise saltarlo de punta a punta y resbalé, cierto que fue por mirar a una chiquilla que también corría en dirección a la tahona de la calle Nueva.  Sí, los charcos aguantaban bien el peso de mis escasos veinticinco kilos mal contados, pero no a mi culo en plancha. Se rompió el hielo y estallaron las risas de todos quienes me vieron. Sentí ganas de llorar, pero por orgullo no lo hice, no me hice daño, pero mis calzones se tiñeron de marrón caca. Las palabras y burlas que escuché a mis espaldas, mejor no reproducirlas. Avergonzado volví a mi casa notando la humedad sobre mis pantalones, que ya tenía la consistencia del hielo.

 

—¡Virgen santa, criatura! ¿Qué te ha pasao? Anda quítate los calzones y los calzoncillos y ponte al lao de la lumbre —me apremió mi madre, casi al mismo tiempo que me los quitaba ella, sin esperar a mi reacción, y mi hermana corría a por una manta y me la colocaba por delante con el culo al aire al calor de la lumbre. Al quitarme los pantalones, finas láminas de hielo comenzaron a caer al suelo, no solo de los mismos, sino también de los calzoncillos, y a decir de mi madre, lo tenía rojo como un tomate.

 

—¡Vamos! Que si te hubiese roto la alpargata en el culo no lo tendrías más colorao —dijo estallando ambas en risas espontáneas. 

 

—Madre, vamos a darnos aire, que si no cocemos —apremio mi hermana —, y tú, cuando estés seco, caminando pal callejón de la calle Nueva, a ayudarnos.

 

Como ya tenían las masas preparadas se marcharon a la tahona. Yo asentí con la cabeza, sabía que todas las manos eran necesarias para cocer el pan de quince días, además de magdalenas y galletas en el horno comunal. He de decir que, en realidad, no estaba dispuesto a ir, y ya comenzaba a fantasear la excusa que pondría a mi madre y a mi hermana para justificar mi ausencia.

 

Me quedé un rato de espaldas a la chimenea notando el calor de las llamas sobre mi piel desnuda. A mi corta edad era consciente de que sería motivo de burla por parte de todos, casi más por parte de quienes no me habían visto que de los testigos de mi forma de romper el hielo, por recibir el relato exagerado, siempre se dijo que lo que se exagera es lo que luce.  Entonces llegó ella, menos mal que llamó a la puerta y preguntó con voz cantarina, parecía que casi forzada, como si quisiera cantar y le pareciese mal:

 

«¿Quién hay por ahí?, ¿se puede?».

 

Como era costumbre en aquellos tiempos, las puertas no se cerraban con llave, y aunque estaba entornada, bastaba con empujar para pasar, y ella pasó antes de esperar respuesta.  Rápidamente, me quité la manta y me volví a colocar los pantalones, en aquellos tiempos teníamos solo dos pares de pantalones, o calzones como los llamábamos entonces, unos para los días de diario y otros para los domingos y fiestas de guardar. Por suerte ya estaban secos y calientes.  Vergüenza sentí yo, más todavía ella, que se dio la vuelta al ver mis vergüenzas al aire.  Temblé, y no fue de frío, noté arder mis mejillas. Ella tardó en darse la vuelta con una risa nerviosa en su cara, que de inmediato se aceleró a aparentar preocupación.

 

—Me han dicho que te has caído de culo en un charco, pobrecico… ¿te has hecho daño? ¿Cómo ha sio?

 

—He patinao, iba corriendo y he patinao y me he dao una costala, bueno de culo, pero no me ha pasao na —no iba a decirle que había patinado por mirarla a ella, faltaba más.

 

—¡Pobrecico! Me lo han dicho en la tahona. Le he preguntado a tu madre y me ha dicho que solo había sio el susto.

 

—Sí, ha sio solo el susto, no me duele na, ni na…

 

—Pobrecico… ¿te duele mucho? —volvió a preguntar ante mi turbada y torpe contestación.

 

—No, no me duele na —contesté, de nuevo, recuperándome de la turbación.

 

No iba a decirle que lo único que me dolía era las burlas y las risas de la gente, y que agradecía que ella no me hubiera visto aterrizar con el trasero sobre el hielo, a pesar de ser ella, indirectamente, la culpable. Tampoco, que, en otras circunstancias, me habría alegrado de su presencia, y de que ella no se riera de mí; aunque, tal vez de no ir con su madre muy delante, me habría visto y reído con ganas. 

 

—Pues si estás vestio, vamos pa la tahona, que le hago falta a mi madre, y tiene un genio…

 

—Yo no voy —contesté dubitativo.

 

—¡Anda no seas crío! Que ya tienes diez años —me animó riendo. No ves que si no estás tú me voy a aburrir mucho…, por favor, anda, que verás que bien lo vamos a pasar…

 

Entonces se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla, noté que, a pesar del frío que hacía en la calle, sus labios y mejillas estaban ardiendo y más rojas que un tomate, por el frío, claro. Me quedé parado, sin saber cómo reaccionar, sin ser dueño de mis actos, le devolví turbado el beso, casi rozándole los labios, y ella cerro los ojos. Sus palabras y su beso me llegaron hondo, no podía evitar florecer mis sentimientos platónicos hacía ella. Sentí un leve latido creciente, que cada segundo se multiplicaba como las fanegas de trigo de Fernán González [1]. El que hubiera ido a buscarme, y el que no me considerase un crío fue decisivo. Me cogió la mano y no pude evitar dejarme llevar, casi me olvidó de la trenca al salir.

 

—Ahora vamos con buen paso, pero sin pisar los charcos, que luego pasa lo que pasa —dijo, ejerciendo de hermana mayor, a pesar de tener unos meses menos que yo, pero tenía más cuerpo y altura, llevándome, al menos, cuatro dedos; si bien es cierto que yo era un enclenque chiquillo, tan delgado, quién lo diría ahora, que cuando querían decir que algo lo era, decían «más seco que Paco».

 

A pesar de lo dicho emprendimos el camino corriendo y riendo, al tiempo que saltábamos los charcos helados, en todo momento cogidos de la mano, sin pensar que podría llegar a provocar risas y burlas ajenas.

 

Antes de llegar al callejón de la calle Nueva ya olía a masa recién amasada, a aroma de pan recién horneado, a leña de encina, azúcar tostada, anís en grano de estrella y a aguardiente… Aromas que salían al amor de las manos de esas manos de mujer, que cada quince días iban al horno del callejón de la calle Nueva a amasar y hornear, con los pesados escriños dispuestos para regresar al final del día con ellos repletos de grandes panes, galletas, magdalenas y puede que algún que otro dulce capricho. 

 

Para los chiquillos era toda una fiesta, una alegría cuando nos mandaban a la alhacena y nos asomábamos al borde del precipicio del escriño y ver que, bajo la rodilla o paño, quedaba un único pan. En nuestra ignorancia, pensábamos solo en la fiesta de la cocción, no que, para llegar a ese día, con ese último pan en el escriño, nuestros padres, más de un día, con la angustia del hambre de los pobres, habían renunciado a comerlo para que a sus hijos no les faltase.   Nunca falto un trozo de pan en mis labios, ya fuese con vino y azúcar, con aceite y azúcar o en forma de picatostes con vino.  Nunca tuvimos la duda sobre lo que queríamos merendar al abrir la nevera, tampoco la pobre alhacena, donde pan, queso, tocino gordo y magro (jamón), vino y aceite no faltaba; pero, el queso y el tocino magro se guardaba para las ocasiones, y con pan y vino nos debíamos de conformar, así de alegres y contentos estábamos siempre, porque entonces el vino formaba parte de nuestras meriendas, comidas y cenas, porque el agua quitaba la gana.

 

No había muchos recursos para la diversión, y aunque parezca extraño, ninguno para el aburrimiento. Ajenos a las preocupaciones de nuestros padres, siempre estábamos con la risa en los labios, no había piedra ni cordaje, palo o aro, clavo o estaca, «santos» (parte superior de las cajas de cerillas) o «cajotas» (tapas de botellas, que estuviese libre de convertirse en un divertido juego.

 

Esos días de horno en la calle Nueva eran de fiesta, en los que hasta nuestras tiernas manos servían para dar forma a las cajetillas de las magdalenas hechas con papel de estraza, donde después nuestras madres echaban la masa. Esperábamos ansiosos a que saliesen del horno, y sin esperar a que se enfriasen comenzábamos a comerlas, para fingido disgusto de nuestras madres, que nos decían:

 

«Calientes os pueden sentar mal

 

Con los restos de masa se hacían «ojosos», una especie de panes con mucha azúcar que se abrían en su parte superior como si fuese una cresta, a mí aquel pan me volvía loco. 

 

Esos panes debían durar quince días. Nunca se ponían duros, no se les daba tiempo, se acaban antes de que pasase los quince días, y si se ponían duros, no lo notábamos, porque como siempre se dijo:

 

«A buen hambre no hay pan duro.»

 

 Entonces se decía que había jueves que relucían más que el sol:

 

 Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión; pero, lo que realmente relucían más que el sol eran esos inmensos panes, aunque estuvieran en la oscuridad de una alhacena dentro del escriño tapado con una rodilla (que es como llamamos o llamábamos en Castilla a los paños de cocina, porque ahora hasta el nombre de nuestra ancestral lengua hemos perdido.

 

—Aquí lo traigo hermana[2] Vicenta —dijo la chiquilla al llegar, sin soltarme de la mano.

 

—Mira, si parecen novios de verdad —dijo su madre, dándole en el codo a la mía. Las risas fueron generalizadas por su espontaneidad, y la chiquillería comenzó a decir que éramos novios, para sonrojo de ambos. Después vino lo que yo me temía, todos comenzaron a reír por mi patinaje, y algunos chiquillos fueron a comprobar que no tenía el culo mojado.

 

—No les hagas caso, son unos tontainas.

 

Y sin dar más importancia a la cuestión, agarró un montón de papelillos de estraza y comenzó a hacer moldes de magdalenas. 

 

Aquella noche soñé con ella, imaginándome que algún día seriamos novios. Lo cierto es que ya no la volví a ver. Cogí media pulmonía, y cuando estuve bien, ella había emigrado con sus padres a una gran ciudad, y por mucho que intento recordar su nombre, no lo he logrado.

 

©Paco Arenas

©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre

 



[1] Primer conde independiente de Castilla, en torno al cual se tejen muchas leyendas, siendo la más conocida es la del caballo y el azor que dieron la independencia a Castilla con respecto al reino de León: Cuentan que yendo el conde Fernán González de caza con el rey de León, el rey se encaprichó del caballo y del azor del conde. Quiso comprarle ambos, pero Fernán afirmó que siendo su súbdito se les regalaría. Tanto insistió el rey leonés en poner precio que el conde accedió poniendo un simbólico precio con la condición de que este se fuera doblando cada día que pasase sin hacerse efectiva la compra. El rey de León se olvidó de la deuda por ridícula que le pareció. El conde dejó pasar el tiempo, y el rey poco hizo por pagar la deuda. En una nueva cacería, Fernán González, recordó al monarca la deuda contraída, que ascendía a tal cantidad que el rey no podía pagar, preguntándole este que quería a cambio, el conde, entonces, pidió la independencia para Castilla.

[2] Entonces a las personas mayores les llamaban hermanas o hermanos, del mismo modo que a los hermanos o hermanas mayores les llamábamos, «chache o chacha». 



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