Barcelona, hoy, exhala el aroma de tinta fresca recién
derramada sobre el papel. En cada calle, en cada rincón comercial, nos asalta
la figura imaginaria del dragón de Sant Jordi, que nos lanza su fuego desde los
escaparates abrazándonos con sus verdes alas para que quedemos para siempre
unidos a esa ciudad que pisamos sin mirar al suelo, por la fascinación que nos
produce. Ya sea en cartón, papel, chocolate, tartas o la tradicional coca de
Sant Jordi, e incluso desde vehículos particulares, autobuses o taxis, y por
supuesto, desde las librerías y floristerías, que en el día acompañan a muchos
catalanes y visitantes.
Barcelona es maravillosa, seduce los sentidos, atrapa y
envuelve con abrazos imaginarios al visitante, en mayor número del que muchos
barceloneses desearían. Y a pesar de ello, desbordan amabilidad. Cuando te ven
perdido, mirando el plano de la ciudad, antes de que preguntes, ellos te
preguntan a ti a dónde vas, y algunos incluso te acompañan unas calles o hasta
la esquina más próxima, rompen así esa leyenda negativa inventada en otros
lugares de España que atribuyen sequedad al pueblo catalán... Con tantas
pastelerías, ¿cómo no han de ser dulces?
Barcelona resplandece en cada esquina, desde el Barrio
Gótico hasta el Parque Güell, desde el mar hasta el Tibidabo o el castillo de
Montjuïc, donde tantas piedras lloran sangre, mira al mar y no da la espalada
al monte, la Sagrada Familia desafía la imaginación, Colón señala con su dedo
al otro lado de Atlántico y toda Barcelona se abre como un libro que es
necesario leerse. El mercado de La Boqueria deslumbra como ningún otro que
conozco. Y si algo brilla aún más en toda Barcelona, es Gaudí, omnipresente en
cada esquina de la ciudad, como si un solo hombre se hubiera convertido en el
espíritu de una gran metrópoli. Eso sí, hoy, con el permiso de los libros, las
rosas y la tinta derramada sobre las páginas en blanco.
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