Dedicado a los agricultores y a las víctimas de los especuladores
Era un viernes de finales de julio, cuando el sol se pone
más perezoso que un borrico a la sombra de una higuera comiendo brevas. Marcos,
que había estado toda la semana cosechando cebollas como si fueran setas
después de la lluvia, no había llevado ni un carro al almacén. Las mulas, tan
cansadas como él, estaban aún uncidas con los pertrechos, mirando el carro como
si fuera un monstruo de siete cabezas, al que el campesino no se decidía a
enganchar..
Con la parsimonia de quien no tiene prisa ni para rascarse,
Marcos se enrolló un cigarrillo con dos papelillos, que parecía más un puro de
ministro que un canuto de hebra. Encendió el cigarro y, tras dos bocanadas que
parecían nubes de tormenta, regresó el humo con el aire de solano nublando sus
ojos. Se quitó el sombrero para espantarlo como quien se libra de un nido de
avispas y se sentó en el poyo, contemplando cómo el humo bailaba con el aire
caliente con mejor ritmo que el alcalde de Madrid bailando el chotis.
De repente, apareció Julián, corriendo como si llevara el
diablo detrás, faltándole hasta el resuello como si llevará la corbata en la
boda de su amada, que se casaba con otro y a él le tocaba hacer de padrino.
—¡Julián, hombre! ¡Respira! Que pareces locomotora sin
frenos y a ti no te han invitado a la boda. No puedes ir así, te va a dar un
apechusque y no te va a valer ni lo más sagrao…
—¡Ay, Marcos! Muy tranquilo estás tú. Vengo to sofocado, que
no me llega la camisa al cuello. Elías, el del almacén, me ha dicho que te diga
que solo recoge cebollas hasta el viernes. Y tú, que llevaste una carga el
lunes, no has vuelto a aparecer, ni para cobrar, y tu hermano Jonás tampoco.
—Ahí andamos disgustados, él ahí en porche y yo aquí en la
puerta echando humo y pestes…
—¿Tú y Jonás enfurruñados? No me fastidies. Pues estamos
apañados, porque los de los supermercados están también que trinan. Dices que
si no lleváis las cebollas os van a poner la cara colorada y vais a tener una
miaja disgusto, por incumplimiento…
Marcos se quitó la gorra y se rascó el cabeza apesadumbrado.
Precisamente había discutido con su hermano Jonás por el mismo motivo.
—Pues que esperen sentados, que mis cebollas no están para
carreras y me las lloro yo sin nadie que me las arrime al lagrimal…, que para
eso estoy tuerto de un ojo…
—Pasa, Julián —se escuchó la voz grave de Jonás desde el
interior del porche —, que se te van a secar los sesos al sol, que aquí tengo
una botella de vino y unos pocos cacahuetes y garbanzos tostados para hacer
boca y discernir mejor. Si mi hermano quiere pasar, que pase, sino que se seque
como las cebollas en la era.
Pasaron los dos, Jonás, tal y conforme dijo, estaba con una
botella en la mano, que se la ofreció al recién llegado.
—Anda, siéntate. Tú bebe a galillo, que tenemos solo dos
copas, que esto va para rato…
—¡Hostica consagra! Te veo a ti aún con más melsa que un
gato en el sillón del Congreso de los diputados —dijo a modo de saludo Julián.
—Y tan ancho como pavo real en el corral. ¿Para qué me voy a
poner nervioso si mi hermano está muy convencido y no hay forma de que entre en
razón…
—Antes de malvender mis
cebollas o mis ajos al almacén por seis reales —cortó Marcos a su hermano Jonás
—, me quedo al lado de la lumbre hasta que me salgan cabrillas en las piernas y
estamos a principios de verano…
—Y pierdes todo, ¡alma cántaro! —Le interrumpió a su vez
Jonás a su hermano Marcos, mientras Julián echaba un trago de la botella de
vino —. Sacar algo sacas. Las cebollas ya las tenemos cogidas, aquí se pudren…Sino
podrás pagar ni la luz…
—Atiende a razones, Marcos. Tú hermano es mayor y habla con
la voz de la razón —dijo Julián, echando otro trago de vino e intentando hablar
pausadamente, como si fuese un cura leyendo las escrituras —. La vida es así,
el campesino se lleva poco, pero es su misión y si no quiere eso, más vale que
se haga ermitaño.
—Pues me hago
ermitaño. Si no puedo pagar la luz, enciendo un candil, si me da hambre, como
cebollas y ajos…Y si no a vivir del aire.
—No entra en razón. Ya le digo yo que es lo que han pagado
siempre… —intervino Jonás.
— ¿Cómo voy a entran en razón? A nosotros nos pagan a dieciséis
reales la arroba y en el ultramarinos de Tobías, las vende a dos reales la
libra... Echa cuantas, anda echa cuentas…
—Si en eso llevas razón, pero con ella te quedas, por lo que
tú cobras dieciséis reales Tobías saca cincuenta. Le quedan… —musitó Jonás rascándose
la cabeza, mientras parecía hacer cuentas con los dedos tocándose la frente.
—Yo te lo digo. Treinta y cuatro reales, limpios de polvo y
paja, por lo menos, que a lo mejor me he equivocado y me he quedado corto —le
interrumpió Marcos.
—Eso tampoco es así —intentó razonar Julián —. De esos
treinta y cuatro, tiene que pagar el jornal de los dependientes, la luz, los
impuestos y algo tendrán que ganar los tenderos, y caras no las pone, que aquí
to el mundo tiene bancal...
—Pues mira, yo a Tobías sí le vendería las cebollas, a Elías
no —contestó Marcos.
—Tobías no va a comprarte todas las cebollas. Es solo un ultramarinos.
Tienes que vendérselas a Elías, al almacén. Te lo está diciendo Julián y te lo
digo yo —dijo echando un trago Jonás.
—Pues vende tu parte, yo no. Julián, ¿sabes a cuanto venden las
cebollas en los supermercados de la capital? —Preguntó Marcos a su hermano y a
su amigo —. A diez reales, a medio duro…—se contestó así mismo antes de que los
otros respondieran.
—¡Espera, espera! Epifanio me dijo que entre diez y quince
reales, pero el kilogramo —aclaró Julián.
—Pos eso, por lo que a nosotros nos pagan cuatro reales y
medio por un kilo, lo venden en los ultramarinos de la capital por ciento
cincuenta reales o más. El año pasado lo vendían por cien reales, han subió un
cincuenta por ciento a la gente…y encima sale el de Mercaroba diciendo que han
ganado una burrada, ¿cómo no han de ganar si por lo que nos pagan dos reales,
lo venden por doscientos? Pues no me da la real gana —continuó alterado Marcos.
—Así es la vida, Marcos —sentenció Julián —. Ya lo sabes, tú
a arriñonarte con la azada y ellos con las manos limpias a llenar la caja. Pero
tú has firmado un contrato. Si no le vendes las cebollas a Elías, te va a
costar los cuartos. Soy tu amigo y él es tu hermano, haznos caso…
—¡Ea, pues que no! Que no me sale del forro llevarle mis
cebollas al cantamañanas de Tobías, que es crápula a costa nuestra y menos al
almacén para que las venda el de Mercaroba..
—¿Por qué esa terquedad? No seas calamocano, que te has
pasao con el vinillo y vas a tener que echar muchas cebollas al caldero.
—Porque de mí no se ríe ni mi madre, que Dios la tenga en su
gloria. Que te diga mi hermano. Llevamos las cebollas, y justo llegó el camión
que las lleva a Madrid. Elías nos dijo que las cargáramos directamente en el
camión. Y delante de mis narices, les firmó el camionero un albarán por valor
de mil setecientos reales. ¿Y a mí? Doscientos, y eso que hicimos todos el
trabajo, que hasta las cargamos en el camión. Él se llevó mil quinientos
limpios por decirnos que las cargásemos… ¡Manda cataplines!
—O lo tomas o lo dejas. Es lo que hay, y no hay nada que
rascar.
—Y Elías sin mover un dedo, sin despeinarse. Que no, que no
vendo mis cebollas, antes me hago ermitaño…—continuó con su terquedad Marcos…
—O sea, que somos tontos.
—Y tanto, que ahora las grandes cadenas de ultramarinos, en muchos sitios, lo compran a precios de saldo en el campo y lo venden a precio de caviar…, y si hubiera vergüenza…
—Pues eso, que somos tontos y ellos son unos mangantes…
—Tú lo has dicho. Con lo buena que es la cebolla y lo que
nos va a hacer llorar.
—¿Y si cogemos un carro y nos vamos a vender cebollas a la
capital, puerta por puerta?
Dos días después en la Gran Vía de Madrid detuvieron a tres
campesinos por obstrucción al tráfico y disturbios públicos por ir vendiendo cebollas,
ajos y patatas al diez por ciento de lo que costaban en los supermercados de la
capital…
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