viernes, 21 de junio de 2013

Tiempos de leche en polvo , chocolate, Nieto, Josefillo, tarugos, Fotografías antiguas gentes de Pinarejo)




Siempre tendemos a idealizar partes de nuestra infancia gracias a una memoria selectiva que, sin darnos cuenta, actúa con sabia prudencia. Nuestra mente, aunque a menudo lo ignoremos, va borrando los malos recuerdos y nos conserva aquellos que nos permiten mirar el futuro con ilusión y esperanza. Así, recordamos risas, alegrías y anécdotas divertidas, revivimos instantes de júbilo, pero olvidamos o maquillamos otros momentos aterradores: el miedo ante un examen o, aún peor, el terror de tener que comunicar el resultado a nuestros padres; la vergüenza insoportable al fallar al explicar algo sencillo que, por timidez o cualquier otra razón, escapa de nuestro atolondrado cerebro como alondras en fuga; las risas crueles de los compañeros...

Tras pasar por las manos de mi inolvidable maestra, doña Maruja, entre el 6 de septiembre de 1967, día en que murió mi padre, y el 28 de diciembre de ese mismo año (curiosa fecha que se repite en al menos tres hechos relevantes de mi vida), estuve unos meses asistiendo a la escuela de los mayores. Ya no subía hacia la Divina Pastora, sino que bajaba hasta la plaza. Algunas veces me detenía en la tienda del Correo, otras en la de Adelaido, para comprar una onza de chocolate Josefillo, más barato y amargo, o del chocolate Nieto, más dulce y con leche, aunque también más caro. Otras veces optaba por las chocolatinas alargadas de La Campana de Elgorriaga, estas en la tienda del Correo e Isidora. Como el pan lo llevábamos desde casa, bastaba con meter dentro el chocolate y ya estábamos «habiaos».

En nuestra cartera llevábamos también un vaso de aluminio o de plástico, no lo recuerdo exactamente, al igual que tampoco recuerdo con precisión si era al llegar, durante el recreo o justo después cuando todos los alumnos formábamos una estricta fila india frente a una gran olla de leche en polvo americana. Allí nos vertían en el vaso una ración de leche tibia con un sabor extraño, que no se parecía en absoluto ni a la leche de cabra de mi casa ni a la leche de vaca del vecino Chafao, que a veces compraba mi madre. En ocasiones llevaba Cola-Cao porque aquella leche nunca me gustó. Tiempo después, la cambiaron por botellines de cristal, esa sí que estaba buena, y si podía repetir, repetía sin dudarlo.

Además de aquellos recuerdos de la mala leche (que por cierto era la única que tomábamos), vienen a mi mente los castigos: el palmetazo en la mano extendida o con los dedos juntos apuntando hacia arriba. Algunos decían que si te untabas ajo dolía menos, otros que si bajabas la mano justo antes del golpe se suavizaba el dolor. La verdad es que dolía, y mucho.

Por último, de aquella etapa recuerdo especialmente el tarugo de leña que cada crío debía llevar todas las tardes de invierno para alimentar la estufa junto a la mesa del maestro. El que no lo llevaba no podía entrar y debía regresar a casa para conseguirlo.

Curiosamente, de aquel tiempo guardo pocos recuerdos más: la vez que fui con Santiago Requena a recoger una caja de botellines de leche, o cuando Isidoro Pérez me contó sobre unas misteriosas siglas («NPI»: «Ni puta idea») que habían aparecido en las paredes de la escuela y que don José interpretó como pertenecientes a algún partido político clandestino, todos prohibidos excepto la Falange. Y otras cosas que, sinceramente, prefiero dejar en el olvido.





















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