lunes, 10 de junio de 2024

Don Quijote va con Sancho Panza a Granada para conocer a Federico García Lorca

 



En la madrugada, antes de que el sol salga por la alborada, sin la sola luz de los candiles y miles de gatos maullando en vilo por extraños ruido de fusiles. Sancho protestaba de aquel viaje tan largo:

—¿Qué se nos ha perdido en Granada? ¿Por qué me saca mi amo de mi lecho de muerte? Yo estaba tan a gusto en mi lecho.

Son figuras fantasmagóricas que se asemejan, que son el caballero de la triste figura, don Quijote y su escudero, Sancho Panza. Se dirigen a Fuente Vaqueros, haciéndose cada vez más palpables y físicas, visibles a la vista y menos espíritus. Es por eso, que Sancho lleva dos días protestando de tan largo viaje:

—A vuestra merced no sé, pero a mi me duele hasta la curcusilla de la rabadilla…

—Sancho, se dice del coxis.

—Pues también me duelen ese coxis y hasta la misma curcusilla.

—Ya estamos llegando, mira ese es el río Genil.

Sancho menea la cabeza mostrando su disconformidad por tan largo viaje.

— Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no necesitemos alforjas para este viaje me extraña. ¿qué se nos ha perdido en Granada?

—Si no necesitamos alforjas es porque estábamos muertos, que ya no. Hemos perdido la poesía, la poesía, amigo Sancho… Para, escucha, Sancho, amigo mío…

—Una noche de junio, preocupado con esa idea, se durmió en el fondo rizado de un interminable sueño de brisa que la ventana proyectaba sobre su cabeza. Su sueño estaba lleno de yemas de coco y botellas de un raro whisky marca Machaquito, de arcos de herradura y de grandes páginas escritas en inglés, en las cuales brillaba con fulgor de sangre la palabra Spain, mientras veía a su prima Aurelia, tan bella, con esos ojos como dos soles, llorar mientras se lo llevaban…—repite don Quijote lo que oye.

—¡Menudos recovecos! Me suelta vuestra merced. Y ahora esas palabras que asustan al miedo…Y sin comer. Siempre diciendo que de la poesía no se come y venimos varias jornadas sin probar bocado siquiera a alimentarnos de poesía…

—No es cierto que no hayas comido. Comiste soplillos de la Alpujarra y piononos en Granada y hasta huesos de santos. Aguanta un poco, o como dices tú, una miaja, que en llegando a Fuente Vaqueros, nos hartaremos de poesía…

—Lo dulce no cuenta, aunque a nadie le amarga un dulce, sabe que yo soy más de unas buenas tajadas de tocino, una cuña de queso y medio cuartillo de vino. Además, ¿no afirma vuestra merced que la poesía ni alimenta ni sostiene?

—Escucha, ya no escucho nada…Calla, por Dios amigo Sancho, que ya no escucho nada. Mira ahí junto al río a ese mozo, es el que buscamos … ¡Federico! ¡Federico! —Grita don Quijote.

—No hay nadie por aquí. Esto es como cuando los gigantes que eran molinos…

—¿Me mientes acaso? ¿No ves lo que yo veo, al poeta de Granada?

—Nada, ni gigantes, ni molinos, ni poetas, ni ya tampoco granadas, solo un río que baja rojizo y huele a sangre…

—Calla, Sancho, calla…

Don Quijote observa a un hombre moreno que se gira con una sonrisa en la boca. Sonríe, dando la bienvenida a los que acaban de llegar, alzando la mano, de la que escaparon siete palomas blancas, que al volar hacen desaparecer al poeta, que sigue recitando:

— No hay manos blancas sobre el teclado, ni palomas que se posen en los hombros de la eterna ella, ni escalas pendiendo del balcón, ni tempestades de amor en el jardín….solo muerte.

—¿Dónde estás Federico, que te veo y no te oigo?), ¿dónde tu voz? —Pregunta don Quijote, descabalgando de Rocinante.

—Mi amo, vuestra merced no bebió vino, ¿qué delirios son esos? ¿A quién ve y no oye? No hay nadie, espere, yo si oigo y no veo…

Sancho es ahora quien escucha la voz del poeta:

—La muerte llega siempre de esos campos ocultos. Y en el barco de la Muerte vamos los hombres, sintiendo que jugamos a la vida, ¡que somos espectros! Mirando a los cuatro puntos todo está muerto. El cielo de la noche es una ruina, un eco.

—¡Apúrese, mi amo! Caminemos más rápido, que yo me voy volando si Rucio no se mueve. No me quiero quedar donde escucho hablar de muerte... ¡Apúrese, mi amo!

Sigue el poema:

—Hace muchos años que me senté soñador modesto y muchacho alegre, paso todos los veranos en la fresca orilla de un río. Por las tardes, cuando los admirables abejarucos cantan presintiendo el viento y la cigarra frota con rabia sus dos laminillas de oro, me siento junto la viva hondura del remanso y echo a volar mis propios ojos que se posan asustados sobre el agua, o en las redondas copas de los álamos. A veces imaginaba que veía pasar a don Quijote y a Sancho por el camino, y me divertía pensando en sus aventuras y desventuras. Pero pronto volvía a la realidad, y me daba cuenta de que el río era sangre y los cantos de los jilgueros disparos en la madrugada…

—¿No lo ves? Está esperando, amigo Sancho. Lo puedo leer en sus labios…

Don Quijote se acerca a Federico. Sancho lo retiene.

—Claro que nos espera, bien que lo he escuchado, la aparición del tal Federico se imagina que nos ve pasar, pero habla de disparos…

Sancho se tapa los oídos.

—Mi amo, veo gente borracha con escopetas y nos apuntan…

El poeta se acerca también a Don Quijote:

—Las niñas de los jardines me dicen todas adiós cuando paso. Las campanas también me dicen adiós. Y los árboles se besan en el crepúsculo. Yo voy llorando por la calle, grotesco y sin solución, con tristeza de Cyrano y de Quijote, redentor de imposibles infinitos con el ritmo del reloj.

—¿Qué locura es esta? —Pregunta Sancho, que sigue escuchando al poeta sin verlo:

—Junto a la lengua del agua, yo siento cómo toda la tarde abierta hunde mansamente con su peso la verde lámina del remanso y cómo las ráfagas de silencio ponen frío el asombrado cristal de mis ojos.

Sancho ve ahora cómo su amo le da la mano y pone su adarga para proteger un poeta imaginario que él no ve.

—¡Malditos seáis mil veces! No puede morir la poesía. Federico estás vivo y vosotros muertos —Grita don Quijote.

Sancho escucha los disparos. Se echa las manos a la cabeza, mientras da dos azotes a Rucio y Rocinante, para que ellos, al menos escapen con vida. Sancho llega a ver a un hombre vestido de azul, con aspecto de estar borracho, gritando fuego. Escucha disparos y una placidez desconocida. Despierta en el remanso del río Genil, está sentado sobre una piedra junto a otros hombres y aquel que escuchaba, que habla con don Quijote.

—Tranquilo, Sancho, amigo. Los primeros días me turbó el espléndido espectáculo de los reflejos, las alamedas caídas que se ponen salomónicas al menor suspiro del agua, los zarzales y los juncos que se rizan como una tela de monja. Pero yo no observé que mi alma se iba convirtiendo en prisma, que mi alma se llenaba de inmensas perspectivas y de fantasmas temblorosos. Una tarde miraba fijamente la verdura movible de las ondas y pude contemplar cómo un extraño pájaro de oro se curvaba sobre las ondas de un chopo reflejado…

—¿Estamos muertos? —Preguntó asustado Sancho.

—Amigo Sancho, escucha al poeta, escucha el temblor de Venus o el violín de los vientos de las cascadas y la inmensa flor del círculo concéntrico…

—Amigo Sancho, ¿Qué doncella se casa con el viento?

—Pregunta uno de los hombres, que según dicen es maestro —. Hasta ayer escuchaba las risas cantarinas de los niños, su corazón abierto. Hoy, esperamos con los brazos abiertos los versos del poeta…Son los que nos darán vida. Quienes nos han matado están muertos, nosotros nunca podremos estarlos mientras un poeta se acuerde de que el crimen fue en Granada.

A Federico García Lorca en el 126 aniversario de su nacimiento.

Este extraño relato está compuesto por retazos de poemas de Lorca y la obra «Meditaciones y alegorías del agua», así como una simulación quijotesca de mi autoría.


©Paco Arenas a 5 de junio de 2024, 23:59 horas.

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