Bajo la
tenue luz de una vela, un preso contempla su húmeda celda. Sobre la mesa, sus
escasas posesiones: libros, papeles, un tintero y una pluma. Desganado, mira el
ventanillo con rejas que apenas deja pasar la luz y suspira profundamente.
—Aquí me
hallo, en este antro de corrupción, una gruta que deshonra el nombre de cárcel.
Es el tormento de los cuerdos y no ofrece descanso a los locos. Malditos sean
estos barrotes corroídos, malditas las paredes cubiertas de moho, donde crecen
los hongos más venenosos de la infamia, aún peores que esta áspera estera de
esparto. Dicen que el hambre aguza el ingenio del más tosco dramaturgo. Si
tuviera un rocín flaco y la puerta abierta, escaparía de esta cueva de Medrano
y, sin dudarlo, comenzaría mi obra con estas palabras:
«En un
lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...»
—¡Pardiez,
buen inicio para la más tristes de las historias? Lope de Vega rabiaría de
envidia…Eso si salgo de esta cueva.
Rápidamente,
toma la pluma y papeles que su carcelero le ha vendido a precio de oro
dispuesto a escribir esa ocurrencia. De pronto, oye algarabía que llega desde
la calle, risas y cánticos manchegos, seguramente acompañados de buen vino.
Deja los papeles sobre la estera que le sirve de colchón y percibe un aroma
tentador.
—¿Qué es
esa ambrosía? ¡Por Dios! Juraría que es caldereta de cordero con ajos...
¡Carcelero! ¡Carcelero! Esos pícaros deben estar durmiendo como un perro al sol
en invierno.
—¿A qué
vienen esos gritos desmedidos? No permitís que los alguaciles disfrutemos de
las festividades en honor a la Virgen de Peñarroya, nuestra santa patrona
—replica el carcelero, que es nuevo, o al menos no lo conoce, abriendo el
ventanillo superior de la puerta.
—Mis
entrañas rugen y entonan la triste melodía de las cañas huecas. Mi olfato
adivina lo que hace tiempo no degusto...
—Por
desear probar la carne de la hermana del señor comendador os encontráis aquí...
—No
digáis necedades, sólo le comenté lo hermosa que estaba, cual dulce flor del
Toboso, Dulcinea le llamé... Su hermano malinterpretó mis intenciones... Pero
dejemos eso ahora... ¿Acaso huele a cordero con ajos?
—Vuestra
merced tiene buen olfato para la carne guisada pero ahora prefiere el aroma de
los ajos a los de esa tal Dulcinea. No es para menos, los ajos superan al
cordero en sabor. Os traeré vuestro rancho.
Media
hora más tarde, el carcelero vuelve a abrir el ventanillo para asegurarse de
que el prisionero está lejos. Acto seguido, abre la parte inferior de la
puerta:
—Aquí
tenéis una olla con más vaca que carnero —dice con sarcasmo, dejando una
fiambrera humeante en el suelo, que resulta ser un guiso mucho más triste que
una viuda desamparada el día del entierro de su esposo.
Miguel
de Cervantes se acerca y, sin tocar la fiambrera, para no quemarse, remueve el
contenido con el cucharón.
—Esto no
es caldereta de cordero. ¿Cómo osáis? ¿Dónde está el carnero? Aquí solo hay una
quijada de vaca en un charco de agua hirviendo, que bien podría haber servido
para desplumar una gallina en torpe vuelo... Ni rastro de ajos... ¿Los villanos
comen cordero y a mí me traéis esta bazofia?
—Es lo
que hay. Lo tomáis o lo dejáis, como las lentejas castellanas. Quedaos con
Dios, que a mí me espera la caldereta en honor a la Virgen de Peñarroya.
—¡Maldita
sea! Voto a Rus, que en cuanto salga de este lugar de la Mancha, no pienso
volver a acordarme de él.
El
carcelero se aleja silbando. Cervantes, tentado a patear la marmita de pura
rabia, cierra los ojos. Prefiere la mala sopa a nada. Descarga su ira contra la
puerta con una patada.
—¿Qué
veo? Ese glotón se ha dejado la puerta entreabierta... ¿Quién teme? La
injusticia de mi cautiverio pesa más que las cadenas. La promesa de libertad,
tan cercana y a la vez tan lejana, está por cumplirse. Seis meses de espera
avivan mi determinación. ¿Qué podría pasar? ¿Que me enfrente a gigantes como si
fueran molinos de viento?
Con
renovado ánimo, se levanta, decidido a no ser más prisionero de su cruel
destino. Observa los barrotes que lo separan de la libertad y, al escuchar el
bullicio, se sujeta la camisa con fuerza, demostrándose a sí mismo que aún le
quedan fuerzas. Sube los escalones con sigilo y al llegar a la puerta superior,
también la encuentra entreabierta. Al abrirla, allí está Sancho, su carcelero,
con una sonrisa simple y una marmita de caldereta en una mano y una bota de
vino en la otra...
—¿No
pensaréis escapar y dejarme en la estacada? No lo hagáis —dice, cerrando la
puerta y encontrándose con el pie de Cervantes atrapado en el marco y su mano
en el cuello de Sancho.
—No
hagáis tal. He hablado con don Alonso y ha accedido a que os traiga estos
manjares y os diga que, tras la cena, podréis marcharos...
—Mentís
como un bellaco.
—Por mi
nombre, Sancho Panza, esposo de Teresa Cascajo, nunca he dicho una verdad más
grande —afirma, invitándolo con la mirada a tomar el plato de caldereta de
cordero con muchos ajos.
Cervantes
cierra los ojos, afila su olfato, suelta a Sancho y toma lo que ofrece su
carcelero. En un descuido, Sancho cierra la puerta con llave.
—¡Maldito
villano! Me habéis engañado —exclama el manco de Lepanto.
—Tranquilo,
Sancho nunca miente. Don Miguel, todo está dispuesto. Cenad y bebed, que cuando
me aviséis que estáis satisfecho, abriré el cerrojo y os marcharéis de este
lugar para siempre.
Sancho
cumple su palabra. Cuando abre la puerta, Cervantes le dice agradecido:
—Sancho,
amigo, os haría gobernador de la ínsula Barataria si pudiera. Pero como galgo
corredor, no pienso pasar por este trance otra vez y os juro, aldeano harto de
ajos, que la memoria de este lugar se disipará como la niebla al amanecer.
—Me lo
prometéis a largo plazo y deberíais estar agradecido. Si no podéis hacerme
gobernador, al menos nombradme escudero de tan gran caballero —replica Sancho.
Cervantes
sale sin llevar nada, ni siquiera lo escrito durante aquellos meses, y menos
ese inicio improvisado sin gabas. La noche lo acoge con su manto estrellado y,
bajo su protección, inicia su camino en dirección contraria a donde se
encuentra la fiesta. Pronto oye unos gritos...
—¡Maese
Miguel, maese Miguel! Con las prisas olvidáis estos papeles... Quizás sean
importantes...
Se
detiene, vuelve y extiende su mano a Sancho, quien le entrega los papeles.
—Son
solo divagaciones de un preso loco... —duda—. Gracias, Sancho amigo, prometo
que, si está en mi mano, os haré gobernador...
—Ya lo
habéis dicho antes, precisaría que don Alonso me hiciera su escudero y me diera
consejos. Me conformo con que me leáis esas líneas, pues no sé leer...
—¡Ah,
vale! Está bien, os las leo y me voy... dice:
—En un
lugar de la Mancha, de cuyo nombre… —Cervantes duda de nuevo. No puede mentir a
quien tanto bien le ha hecho, pero tampoco puede leer lo escrito. Así que
miente, como con su segundo apellido.
«En un
lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que
vivía un campesino de los de azada en mano, pollino, flaco y galgo corredor.
Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y
quebrantos los sábados, lentejas los viernes...»
—Mejor
cambie lo de campesino por hidalgo, no vaya a ser que sea drama y para duelos y
quebrantos, mejor risas y deleites, son más entretenidos los entremeses…
—Tienes
criterio…
—Pues
eso, que la Virgen de Peñarroya os otorgue el ingenio para superar a los a los
de avellana hueca...Avellana nada… o Avellaneda y olvídese de esa Dulcinea, que
a lo mejor le huele el aliento a ajos… Lo que se me ha ocurrido… ¡Con Dios!
Y así
fue cómo a Miguel de Cervantes Cortina se le ocurrió continuar la historia que
comenzó en la cueva Medrano de Argamasilla de Alba, cambiando el drama por la
comedia. Eso sí, debería cambiar también su segundo apellido, porque pensaba
tomar venganza del tal don Alonso Quijada, comendador de Argamasilla y no
quería que lo volviera a atrapar.
Así lo
atestiguan los documentos encontrados en un lugar de la Mancha. Si lo quieres
creer o no, es cosa tuya.
© Paco Arenas
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