domingo, 22 de mayo de 2016

Borracho con el fusil en la mano viendo pasar mulas en la frontera de Melilla



El día veinte de septiembre se celebra la fiesta de la Legión. Una fiesta en la que entonces no faltaba de nada: cabaret, espectáculos de todo tipo, comidas especiales y, sobre todo, alcohol. Incluso para quienes estábamos de guardia.

Como era habitual en aquellos años, nos dieron alcohol a troche y moche. Ese día descubrí lo mala que podía llegar a ser una borrachera de Licor 43. Y lo peligrosa que se volvía si, como era mi caso, tenías que hacer guardia en la frontera de Marruecos, frente al Gurugú, con un CETME entre las manos.

Comenzamos la guardia a primera hora de la mañana. La fiesta aún no había empezado, pero al mediodía, cuando nos llevaron el rancho a la frontera, también trajeron botellas de coñac, anís, ponche y Licor 43. Las repartieron entre quienes estábamos allí. A mí me tocó una de Licor 43. Nunca me gustó, pero la guardé: por si hacía frío en la garita por la noche, o como excusa para romper la rutina, no sé. Nunca he sido bebedor.

Sin embargo, en mi primer turno, pasada la medianoche, abrí la botella. Hojeaba una vieja revista Interviú en la que aparecían unas fotos espléndidas de Ángela Molina en Formentera. Bien podría llevar aquella revista en la garita desde 1977, cuando se hicieron las fotos.

Los turnos duraban dos horas. A las dos de la mañana ya iba entonado, con media botella en el cuerpo. Dormí mis dos horas y regresé a la garita a las seis. Entonces noté el efecto real del licor: me sentía mareado, con náuseas.

Apenas me hice cargo del puesto, vi que desde Marruecos cruzaban la frontera cientos de personas. Andaban en fila, como hormigas, con enormes bultos sobre la espalda. Probablemente llevaban así toda la noche. En mi primer turno, entre el Licor 43 y Ángela Molina, apenas si miré hacia la frontera. Quienes me siguieron, por lo visto, tampoco. Más sabiendo que el oficial y el suboficial del destacamento estaban hartos de whisky y porros.

Comenzaba a amanecer y me vi obligado a dar la voz de alarma. Tras varios intentos, acudió el suboficial de guardia: un sargento chusquero de casi cincuenta años que bien podría parecer de más de sesenta, de lo ajado que lo tenía el hachís y el whisky barato.

Cuando lo vi llegar, temí lo peor. Apenas podía tenerse en pie y llevaba la pistola reglamentaria en la mano.

—¿Qué pasa, legionario? —me espetó con mal genio, exhalando un fuerte tufo a whisky mezclado con hachís.

—Santo y seña —le respondí.

—Déjate de memeces. ¿Qué coño quieres?

—Mi sargento... Mire usted —dudé, arrepentido incluso de haberlo llamado, sin saber si lo que veía era real o efecto del licor.

Subió a la garita y se colocó la mano en forma de visera bajo el chapiri ladeado, como si el sol lo fuera a deslumbrar a las seis de la madrugada. Se echó mano a la pistola, sin percatarse de que ya la llevaba empuñada. Sacó el cargador, lo volvió a meter, y apuntó hacia la frontera.

—Pam, pim, pum... Si alguna de esas moras cruza por esa línea: cuatro tiros. Si es vieja, da igual; si es joven, la mandas que me la chupe. Si tú supieras las veces que alguna de esas moritas me ha hecho un favor... Basta con asustarlas un poco y, macho, lo que quieras.

Guardó la pistola en la cartuchera.

—Mientras vayan por la alambrada, no me molestes más. ¿Entendido?

Me cuadré al estilo legionario. Asentí. Me ofreció su petaca de whisky. No la rechacé por miedo. Pero sentí asco. Apenas se fue, vomité.

El día clareaba y el desfile era más nítido. Como dijo él, la mayoría eran mujeres. Desde niñas de doce o trece años hasta ancianas. De vez en cuando pasaban hombres montados en burros, pero ni ellos ni los animales cargaban bultos. Las mujeres sí: enormes fardos envueltos en colchas, sábanas. Algunas nos miraban. Y en sus ojos había una pena que me partía el alma.

No quise seguir mirando. Volví a la revista. Pero me sentía tan mal que acabé vomitando sobre Ángela Molina. Tiré la revista entre unos matorrales. Y me entró un sueño dulce, pero peligroso, justo antes del relevo. Para mantenerme despierto me puse la radio con los auriculares.

La primera noticia que escuché fue que habían asesinado a uno de los mayores criminales de América Latina: Anastasio Somoza, el dictador de Nicaragua. Había ocurrido tres días antes, pero yo me enteré aquella madrugada del veintiuno de septiembre de mil novecientos ochenta.

Nunca volví a hacer guardia en aquel destacamento. Pero aquella noche se me quedó grabada para siempre.

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