martes, 3 de mayo de 2016

Mi primer trabajo (11 escasos años)

Publicidad del Restaurante Celler El Refugio



Postal del restaurante.

Vivía con mi familia en una casa payesa compartida con otras dos familias, además de los dueños. Era una casa grande, cuya puerta principal daba a la calle General Prim, y la trasera, donde en su momento estuvieron las cuadras, daba a la calle Vara de Rey. Esta parte trasera había sido habilitada para alquiler, aunque sin demasiada dedicación. Nosotros vivíamos en una amplia habitación con derecho a cocina. La cocina tenía un tejado de uralita que, cuando llovía, resonaba como un regimiento de tambores en plena batalla.

Nuestra habitación tenía una ventana que daba a la cocina, y el cuarto de baño era compartido por todos los habitantes de la casa: las tres familias de inquilinos y los dueños, don Pepe y la señora Catalina. Entre los inquilinos estaba Carlota, prima de mi madre, que vivía con su marido Blas y su hija Susi en la casa principal. Arriba, al principio, vivía una familia catalana de apellido Barbera, que montó una librería, pero luego se mudaron y llegó una familia andaluza, los Parra. Su hijo, Parrita, jugaba en el equipo de fútbol del Portmany.

El cuarto de baño no tenía agua caliente, así que las duchas eran rápidas. A pesar de eso, los dueños se quejaban de que los jóvenes nos bañábamos mucho y gastábamos demasiada agua. La casa estaba en pleno centro turístico, en la calle Vara de Rey de Sant Antoni de Portmany (antes San Antonio Abad), justo al lado del bar musical Babalú y a cincuenta metros del hotel Excelsior, donde trabajé durante cuatro años. Ahora ese hotel es de ambiente gay.

Frente a la casa había una discoteca que cambió de nombre varias veces, pero uno de los más recordados era "Donkey Follow Me", lo que, como era de esperar, causaba bastante gracia. También había una tienda de ultramarinos a la antigua usanza, aunque no recuerdo el nombre, solo que los hijos del dueño se llamaban Miguel Ángel y Lali.

Además, cerca había un restaurante encantador que, aunque nunca probé su comida, tenía dos grandes atractivos: enormes acuarios con langostas vivas, que fascinaban a los niños del barrio, y un trío de guitarristas que tocaban canciones de Manolo Escobar para los turistas. Entre ellos estaba Antonio Pérez, paisano de Santa María del Campo Rus, que llegó a la isla con uno de los primeros grupos de su pueblo. Antonio se colocó como zapatero, pero combinaba ese oficio con su pasión por la música. Más tarde, montó una tienda de bolsos y cinturones hechos a mano, utilizando las herramientas que trajo de su pueblo, donde trabajaba como guarnicionero. Pasó de diseñar cinchas para animales a confeccionar bolsos y cinturones para los turistas, los únicos que, junto a los burros, paseaban por las calles durante la siesta, cuando el sol hacía chichones.

Antonio y su amigo Marcial Mota fueron de los primeros en llegar, y los paisanos solíamos recurrir a ellos para que nos echaran una mano en la búsqueda de trabajo. Por la noche, Antonio amenizaba el restaurante Celler El Refugio tocando la guitarra y cantando.

La música no faltaba en mi vida: empezaba por la tarde en el Babalú, continuaba en el restaurante Celler El Refugio, y terminaba en la discoteca "Donkey Follow Me" hasta las primeras horas de la madrugada. A pesar de eso, y del calor, dormíamos.

Ese verano, mis amigos ya tenían once años, mientras que yo los cumpliría en diciembre. Fue gracias a Antonio Pérez que conseguimos nuestro primer "trabajo", que ejercimos durante al menos tres años, combinándolo con otros, y sacando un buen sueldo.

El trabajo consistía en repartir propaganda del restaurante por el paseo de San Antonio y la bahía todas las tardes, y los sábados y domingos por las playas. Nos pagaban 15 pesetas a cada uno: Antonio Madrigal, Paco Navarro y yo. Aunque era poco, complementábamos el sueldo con la misma cantidad del Babalú y 25 pesetas más de la sala de fiestas Ses Guitarres, también recomendados por Antonio Pérez. De vez en cuando, repartíamos folletos de la discoteca Chac Mool. Además, trabajábamos en una pista de Scalextric y aceptábamos otros trabajos esporádicos, por lo que, para tener once años, ganábamos bastante bien. Más de lo que ganaría después subiendo maletas en el hotel, pero esa ya es otra historia, más "erótico-festiva"...

De todas las propagandas que repartíamos, la que más nos gustaba era la de El Refugio. Se parecían mucho a los billetes de mil pesetas de los Reyes Católicos, y doblados en el suelo nos servían para gastar bromas, que a veces estuvieron a punto de meternos en algún que otro lío.

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