jueves, 12 de mayo de 2016

Teresa Panza, la viagra de Cervantes (Fantasía quijotesca)


Cuando uno lleva tres noches sin dormir más de treinta minutos seguidos, no solo la noche se convierte en una pesadilla, sino todo el día. Por tanto si en esas entremedias debe bajar a la sala de espera de un quirófano, tampoco a nadie debe extrañarle que pegue una cabezadita y sueñe cosas raras, y para no dormirse intenté escribirlas en el móvil o celular.

Llego maese Miguel a un lugar de la Mancha, de cuyo nombre, todavía, no quería olvidarse. El viento de solano calentaba más de lo preciso, y resecaba los labios, y al parecer, también los sesos, aquella mañana del mes de mayo. Quería visitar a su amigo Alonso Quijano, pues hasta Madrid había llegado la triste noticia de su enfermedad, incluso hablaban de su muerte. Él tampoco andaba muy sobrado de salud, pero no podía dejar de visitar a aquel caballero loco, ahora cuerdo, que tanta fama le dio. Saco el billete del AVE y en un santiamén estaba en aquel lugar de la Mancha, no sin antes protestar por el precio del billete.

 Tuvo la mala ventura de pedirle indicaciones sobre las señas de don Alonso a Paco Arenas, que se encontraba a duerme vela sentado en las incomodas sillas de la sala de espera del hospital, que sin haber bebido tenía los ojos vidriosos y enrojecidos.

—Este se ha fumado un canuto, fijo —, pensó maese Miguel, a pesar de todo le preguntó por la casa del hidalgo de la Mancha —, tal vez podría estar equivocado, al fin y al cabo, siempre estaba con don Quijote en la boca.

Paco Arenas se desperezó, miró a aquel hombre vestido de tuno de la complutense  frotándose los ojos.

—¿De dónde chorra habrá salido este, porque para estudiante ya se le ha pasado el arroz —. Pensó, haciendo gesto sarcástico Paco Arenas, observando de arriba abajo a maese Miguel, intentando levantarse de la silla y cayendo de nuevo. 


 Al verlo tan soñoliento y torpe, de nuevo dudo maese Miguel:

 — ¿Qué sabría él sobre la muerte del ingenioso hidalgo de La Mancha? —Pensó—. Su único mérito encontrase aquellos manuscritos en la cueva del Hermosmío, lo que para nada lo convierte en experto. 

 Sin embargo, muy mal no le indicaría, ya que gracias a sus indicaciones se encontraba en la misma puerta de don Alonso Quijano, en un lugar impreciso de La Mancha; aunque no podía olvidar de qué modo tan singularmente absurdo le había indicado:

—Va usted todo tieso, y al llegar al pasillo que pone “Radiología   interventiva”, gira a mano derecha, sin que sirva de precedente, no vaya a ser que vaya directamente al Valle de los Caídos, perdone la broma, jejejje, quería decir al tanatorio, que está a la derecha, como todo lo malo en este país...

—Algo bueno habrá en la derecha, digo yo —Protestó el hidalgo ante el atrevimiento de Paco Arenas, pues él andaba muy mosqueado con el trato que le estaban dando sus albaceas y mentores, no dejaba de tener ciertas condescendencias sobre las diferencias y estatus. Al principio, lo confundió con Sancho, dijo ser su primo, y desde luego era tan enrevesado como él o más.

 —Sí claro, algo debe tener, y más en su caso, que tiene la izquierda tonta, como todo en este país. No me haga caso. Siga a la derecha y después y dos veces a la izquierda, y así llegará directamente a la casa de don Alonso Quijano, ese loco que llaman don Quijote...

—Muchas mercedes le dé Dios —. Dio las gracias Miguel de Cervantes, mientras pensaba: Este labriego habla más raro que un chino en Roma. Sin duda le falta un hervor...

Paco Arenas se sentó de nuevo en la incómoda silla hospitalaria, dispuesto a seguir con los ojos cerrados, sin que nadie vestido de tuno lo volviese a despertar.

Y Miguel de Cervantes, siguiendo los consejos, al doblar por segunda vez a la izquierda, se encontró en una casa solariega, con amplio patio manchego, frente a un molino harinero, en el cual, aparte de una muela de molino, había un viejo baúl de madera viejo y un tonel de vino, custodiado por una muchacha, que se encontraba apoyada sobre el mismo, y que lo miraba de manera que él interpreto como picara. La miró y la muchacha bajo un tanto la mirada, por lo que la moza, tal vez, de manera involuntaria mostraba con generosidad lo que su corpiño hubiese ocultado de haber estado erguida.

—No lleva sostén, por Dios, que bellos néctares de dulce miel ofrece la moza — tan generoso escote aceleró instintos olvidados que le hacían mirar y sentirse un viejo verde.

—Hoy quiero ser indulgente conmigo mismo —pensó maese Miguel —que este gañán de Paco Arenas anda un poco perdido. El cloroformo hospitalario le ha secado las neuronas, sin duda, y en mí, ese mismo cloroformo ha resucitado al San Miguel bendito y adorado, que tantas alegrías me dio antaño.

 —Mas, conforme miraba a la joven, iba cambiando de opinión —, bien cavilado la muchacha parece estar ansiosa de nuevas experiencias. Mas me temo que mis sesenta años no estén a la altura de sus diecisiete o dieciocho, eso a lo sumo. Buscó entre sus calzas, por si tuviese una pastillica y lograse convencerla. Imposible, la pastilla azul todavía no se ha inventado. Claro que siempre se dijo que el mejor afrodisíaco está en la imaginación. El problema es que Paco Arenas anda con el cerebro más seco que una castaña pilonga, yo no estoy después de cuatrocientos años para andar cambiando la historia...

Miguel de Cervantes caminó unos pasos en dirección a donde se encontraba la muchacha apoyada en un barril de vino, el cual rezumaba a través de la madera, subiendo un aroma almibarado hasta las luengas napias del escritor. Más no era ese aroma afrutado el que turbaba sus sentidos. Teresa Panza, como más tarde supo que se llamaba, apoyada como estaba en el tonel, ofrecía un más generoso escote que dejaba ver al completo la oscura aureola de los pezones de sus pechos pétreos como el mármol de La Montesina, se los imaginó maese Miguel.

—¿Será descuido o intencionada provocación de la moza? —de nuevo pensó turbado el genio, sin poder dejar de mirar de soslayo ese cuerpo joven que cada vez más inclinado, dejaba a la vista hasta el mismo ombligo, y por lo oscuro, pensó maese Miguel que el principio piloso del vientre.

El escritor notó de improviso, una presión olvidada bajo sus calzas.

—¿Será por tanto tiempo de abstinencia? Cuatrocientos años son muchos años. ¡Diantre! ¡Par diez! ¡Por los manantiales de Venus! Que no preciso que inventen la viagra. Que lo muerto ha resucitado con nuevo ímpetu adolescente.

Decidido Miguel a cortejar a Teresa, fue ahora de frente, sin disimulo, sin temor a que le tomase por un viejo verde. Ella se percató de ello y de lo que bajo el faldón se adivinaba. Borde y descarada, lejos de ser recatada, inclinó más su generoso escote, como convidando al genio.

—Al fin y al cabo, ella no existiría si yo no me hubiese imaginado y escrito la historia de su padre y don Quijote… —se dijo, comenzando a entreabrir los labios, con el cielo de la boca acuoso, saboreando los frescos besos almibarados con olor a vino manchego de la moza. Ella también entreabrió sus labios, realizando al tiempo que se ponía de pie un movimiento de pechos, que dejo temblando al caballero, al tiempo llamó a su padre, porque ella era moza decente:

—Señor padre, señor padre, que el tonel de vino para el señor Marqués de Melgarejo, como tarde usted mucho se va hisopar de tanto como rezuma...

Allí llegó Sancho presuroso con la carretilla de madera para echar el tonel en ella. Y Maese Miguel, sin poder disimular lo evidente de su resucitada hombría se giró hacia la pared dando la espalda a Sancho y Teresa, estornudando nervioso.

—¡SALUD! - Dijeron a la vez padre e hija.

—¡Par diez! Encima, republicanos — pensó. Entonces se percató de que la República, al igual que la Viagra, todavía no había llegado, pero llegaría y calló, no fuese a ser que lo tomase la Inquisición por brujo y por conspirar contra el emperador.



Los altavoces de la sala de espera, se escucharon reclamando la presencia de Paco Arenas, que presuroso dio a publicar la fantasía en Facebook.

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