martes, 24 de mayo de 2016

La borrica, el vinatero y el obispo (leyenda conquense) (Fotos y dibujos del viejo Puente de San Pablo)






















Agradecer a Editorial L`Encobert que mi cuento «La borrica, el vinatero y el obispo», haya sido considerado digno de ser incluido en una antología de 19 narradores de la península ibérica, «Cuentos de Iberia», en la cual están incluidos autores de tanto prestigio como Federico García Lorca, Vicente Blasco Ibáñez, Rosalía de Castro, Leopoldo Alas Clarín y Carmen de Burgos, entre otros. 

La borrica, el vinatero y el obispo[1]

 

El viejo puente gótico de San Pablo en Cuenca estuvo condenado a desaparecer durante muchos años. Durante siglos, fue un puente majestuoso, que se alzaba a más de cincuenta metros sobre el río Huécar. Parecía imposible que se hundiera, como un «Titanic» de piedra. En el siglo XVIII, resistió a un huracán, pero el temporal le causó graves daños. Las primeras grietas aparecieron a finales de ese siglo, en 1779, y las primeras piedras se desprendieron en 1800. El obispado de Cuenca, propietario del puente y de gran parte de la ciudad, decidió reconstruirlo en 1887. Sin embargo, las obras no fueron lo suficientemente efectivas y, al año siguiente, el primer arco se agrietó por la caída de algunas piedras de la Catedral. Ocho años después, el puente fue demolido con 16 barrenos de dinamita, el 23 de febrero de 1895.

El nuevo puente de San Pablo, de hierro y madera, se terminó en solo ocho años y se inauguró en 1903. Pero antes, el 31 de julio de 1902, un nuevo huracán casi lo derriba cuando estaba casi acabado. Eso ocurrió después de que, el domingo 13 de abril de ese mismo año, el Giraldo de la catedral se derrumbara. No es de extrañar, pues, que el nuevo puente generara tanta desconfianza como el antiguo y que diera lugar a múltiples leyendas. Una de ellas nació de una broma que me hizo mi hermana Felipa, cuando yo era un adolescente.

La borrica, el vinatero, el obispo

 Agustín era de aquellos vinateros manchegos que abastecían de vino a Cuenca. Él concretamente tenía la responsabilidad y el privilegio de suministrar vino a las iglesias ubicadas en la capital de la provincia. Pronto se dio cuenta del potencial de negocio que podría tener al montar una bodega o almacén en Cuenca. Sin embargo, carecía de suficiente dinero para llevar a cabo tal proyecto, por lo que decidió establecerla en un pueblo cercano a la ciudad. A pesar de esto, tuvo que gastar más de lo que disponía y recurrió a pedir dinero prestado al obispo de Cuenca a cuenta del vino que le serviría.

—No puede ser. Prestarte puedo, pero no en esas condiciones. Eso sería atarme a ti y que me trajeses lo que te diera la gana. Quiero el mejor vino, a mejor precio y que si te presto cuartos, me los devuelvas con los intereses correspondientes…

Los intereses que le puso eran abusivos, de auténtica usura. Siendo que su intención no era solo abastecer a la Iglesia, sino también vender a los habitantes de la capital, pensó que podría asumirlo y en unos meses habría amortizado el préstamo.

De habitual ofrecía tres calidades de vino: el que compraba a terceros a granel y el que elaboraban ellos mismos, de su propia viña. Entre los vinos adquiridos a otros bodegueros, había dos categorías: bueno y regular tirando a peleón, destinado para la venta por la ciudad. Sin embargo, ninguno de estos se destinaba a la misa, ya que para tal din solo servían el vino de su mejor viña. No obstante, tampoco era ese el que suministraba a la catedral, sino uno mucho más excelente, solo para disfrute del obispo y de los ricos que lo podían pagar.

Cada vez que Agustín llevaba vino a la catedral y a la parte alta de Cuenca, para acortar camino, pasaba con su borrica por el puente de San Pablo a pesar de tener vértigo y notar como de vez en cuando alguna piedra se desprendía de sus arcos, y lo peor, tener que pasar las tasas impuestas por la diócesis para todo el que cruzaba por él.

No siempre llegaba a tiempo para amortizar los pagos mensuales del préstamo. El obispo, al notar la dificultad económica del vinatero, decidió aprovecharse aún más. Aumentó el interés del préstamo al mismo tiempo que redujo el precio del vino que compraba.

El afán de lucro del obispo llegó a un punto en el que dejó de ser rentable para Agustín servir a la catedral. Dado que el puente de San Pablo pertenecía al cabildo catedralicio y estaba en tal estado de abandono que su burra, cada vez que se caía una piedra rebuznaba temerosa, el vinatero encontró la excusa perfecta para no suministrar su vino a la catedral ni a los vecinos la ciudad alta. Aunque esto implicaba renunciar a terminar el almacén y perder buenos clientes. No le resultaba rentable ganar el cielo y perder en sus negocios, siendo que sus creencias no las llevaba con mucha convicción. Así que fue a ver al obispo hecho una madeja de nervios en el estómago y en la mente. Se lo plantearía con claridad, o al menos lo intentaría.

Pidió audiencia alegando llevar una damajuana de su mejor vino para obsequiar al obispo. Llegó en plena comida. Un costillar de cordero lechal tenía el clérigo sobre la mesa.  A pesar del vino que traía y de que cordero había en la mesa para cuatro personas, no lo convidó a sentarse a degustarlo con él.

—Deja el vino y no incordies. No son horas de venir a fastidiar…Estoy con un aperitivo…

—Este vino es mucho mejor… y como va a ser el último que le traiga a vuestra eminencia…

—¿Cómo que el último? No digas sandeces con los cuartos que me debes…

—Es por el puente, mi borrica no quiere pasar y yo no puedo servirle más vino…ya le iré pagando…

—Ni hablar. Tú traerás el vino a la catedral hasta que Dios lo decida, es decir, yo, que soy su máximo representante en la provincia.

El vinatero, con la frente perlada de sudor, se mantuvo firme ante el obispo, aunque su corazón latía con la fuerza de un martillo. La cálida mañana de mayo parecía más sofocante bajo la mirada implacable del dignatario eclesiástico.

—Su eminencia —dijo con voz temblorosa—, no es por temor, sino por prudencia que mi borriquilla se niega a cruzar el puente de San Pablo. Las piedras vibrantes, señor, son como las palabras de un sermón inclemente, y mis huesos, pobres y pecadores, sienten el peso de la historia que carga ese puente.

El obispo, sin dejar de masticar las jugosas chuletas de lechón, alzó una ceja.

—¿Prudencia? —escupió la palabra como si fuera un hueso indeseado—. ¿Acaso los animales tienen acceso a la sabiduría divina? ¿Creen que los borricos consultan a Dios antes de decidir qué camino tomar?

El vinatero tragó saliva y se atrevió a mirar directamente a los ojos del obispo.

—No lo sé, su excelencia…mi borrica…

—Eminencia, ilustrísima eminencia…¡Ay, Dios mío, perdona la ignorancia de tus siervos! —Imploró al cielo el obispo.

—Su eminencia «lustrísima» —lustroso sí que lo está el gordinflón con sotana colorá, pensó, pero se guardó el pensamiento y humildemente se hizo la víctima—:  En mi ignorancia no sé cascar esos palabros de los sabios estudiosos… Pero, yo creo que Dios habla en los susurros del viento y en los relinchos de los burros. Mi borriquilla, ella sí que sabe. Y yo, su humilde siervo, escucho…

El obispo se levantó de su silla, el terciopelo verde que crujía bajo su peso. Se acercó al vinatero, tan cerca que el aroma del buen vino se mezcló con el sudor de obispo y el miedo del campesino.

—Escucha bien, Agustinico…que a saber si por tus venas no corre sangre judía o mora —dijo, pronunciando el nombre en diminutivo como un látigo fino y golpeando con el dedo índice sobre la mesa —. Si quieres seguir vendiendo en esta provincia, y digo provincia, no solo en Cuenca, traerás el vino por el puente de San Pablo. No importa si las piedras vibran o si los borricos profetizan como becerros de oro en el desierto. La bendición no es gratuita, y tus cuentas, como tus huesos, deben saldarse y soldarse antes de mandarte al infierno. Así que no me fastidies... ¿Escuchas la voz de Dios de mis labios? Pues eso.

El vinatero asintió, sintiendo el peso de su deuda como una losa sobre su espalda. Pero antes de retirarse, se atrevió a decir:

—Quizás, su excelencia…si lustrosa eminencia, debería cruzar el puente una acompañándome. Quizás así entienda el miedo que siente mi borriquilla. Y quizás, solo quizás, encuentre en su corazón la compasión que Dios espera de un obispo…y con su bendición…

El obispo se quedó en silencio, sus ojos oscuros como el vino que bebía. Luego, con un gesto imperioso, señaló la puerta.

—Te acompañaré. Te salva este vino que me has traído. Vete, y obedece. No olvides que las cuentas pendientes también se pagan en el reino celestial. Y reza porque no te veas como Zacarías pidiendo limosna en las escaleras de la catedral.  No te creas que contigo voy a tener tanto miramiento.

—Mi borrica se niega…—protestó el vinatero, con palpable preocupación, incapaz de parpadear ante la nueva imposición.

—Con la ayuda del Altísimo, te mostraré cómo lograrlo. Debes traer una arroba más de vino, el mismo que vendes a los pordioseros y otra como este. Yo te diré qué hacer con él, y con la bendición divina, todo saldrá a pedir de boca.  A partir de ese día Dios te librará a ti y a tu asna de todo mal.

Agustín no solía vender vino a los pordioseros, ya que no podían pagarlo. Sin embargo, en ocasiones, entregaba vino ligeramente avinagrado a la casa de caridad cercana al castillo, a quienes el obispo llamaba pordioseros.

—¿Y si la borrica se niega? —preguntó el vinatero.

—No te preocupes, en el momento adecuado, te lo explicaré.

El vinatero obedeció con su alma cargada de temores. En el umbral, miró antes de salir al obispo y pensó en la borriquilla, en el puente y en las palabras que flotaban en el aire como hojas secas en días de tormenta antes de caer la primera gota de lluvia se transformaban en cuchillas.

Unos días después, el vinatero y el obispo se encontraron en un viejo mesón cerca del puente, un lugar que ya no existe. Allí, el obispo le reveló su plan, algo que ya había insinuado previamente.

—Dale a la borrica el vino peleón en lugar de agua, engáñala. Yo bendeciré el vino y a la borrica, y con la ayuda de Dios cruzará y como lo hagas hoy, lo harás siempre…

—Si no es necesario engañarla, le gusta tanto… Si me descuido, con una arroba no será suficiente, aunque sea vinagre más que vino…

La borrica disfrutó enormemente de más de una arroba de mal vino, y Agustín se negó a darle más, ya que rebuznaba de placer. Agustín nunca la había visto tan contenta. El obispo también sació su sed, tomando licencias que no le habían sido otorgadas. Aprovechando que era gratis, bebía sin necesidad de tazón o vaso de la otra damajuana de excelente caldo. Al vinatero también le gustaba el vino, pero mientras trabajaba, evitaba beber, ya que incluso con su mejor caldo, le dolía la cabeza. Sentía envidia del obispo y su compañera de libaciones.

—¿No bebes? —preguntó el obispo.

—Estoy en ayuno voluntario —mintió Agustín.

—Tú te lo pierdes. Hoy no es Jueves Santo, y yo, pago la bula y ni entonces ayuno. Tengo licencia del obispo para ello —rio el obispo, ya un poco ebrio.

Esperaron un rato para que el vino hiciera efecto en la burra. Pasado el tiempo en que la burra parecía más valiente, obispo, vinatero y borrica se encaminaron en dirección al puente. Pero al llegar, la borrica podría estar borracha, pero la tozudez era mayor que de costumbre. Ni sus hijas las mulas eran tan tercas. Se negaba a poner sus herraduras sobre el puente gótico, ni con vino ni sin vino. El obispo sacó el hisopo y bendijo a la pollina. Pero esta se negaba a cruzar. Agustín tiraba de los ramales con fuerza, pero el animal se resistía.

Entonces el obispo tuvo una idea: colocó delante del animal un tazón de vino peleón. Sin embargo, la borrica no se movió. Luego llenó otro tazón el que reservaba para sí mismo. Se apoyó en uno de los muros del puente y bebió tranquilamente mientras pensaba cómo engañar a la borrica.

De repente, la borrica mostró interés en ese exquisito vino. No era tonta y quería probarlo. El obispo, como si fuera una zanahoria, caminó rápidamente por el puente. Cuanta más prisa se daba, más rápido trotaba la borrica. Aunque el obispo le decía:

—No se ha hecho este vino para la boca del asno.

Agustín, asustado, intentó contener al animal, pero recibió una coz que lo tiró fuera del puente. Cuando se recuperó del mareo, vio que la borrica y el obispo estaban en el centro del puente. Un gran estruendo retumbó en toda la ciudad: el puente de San Pablo se derrumbó entre una nube de polvo y un aroma afrutado a vino de la Mancha.

Del obispo y la borrica nunca más se supo, quedaron sepultados bajo las góticas piedras de San Pablo. Mientras tanto, el vinatero, salvado por la coz, agradecía al Señor y decía a quien ya no podía escuchar:

—Ya le dije a su lustrosa eminencia que el puente no estaba hecho para aguantar a dos borricos a la vez.

Así cuenta la leyenda que se derrumbó el puente de San Pablo. Si es verdad o no, no lo sé. Pero esta es la versión sacada de una broma de mi hermana Felipa y mi corta imaginación:

«Hace muchos años se cayó por el puente de piedra una borriquilla y un obispo borracho, suerte tuvo el vinatero que se salvó, gracias a la coz que le dio la borrica»

Relato incluido en la antología de cuentos costumbristas de la península ibérica: «Cuentos de iberia» , al lado de 19 autores de España y Portugal como Vicente Blasco Ibáñez, Federico García Lorca, Leopoldo Alas Clarín o Carmen de Burgos.

Publicado en el diario Público, en esa misma antología.

Forma parte de mi libro «Esperando la lluvia -Cuentos al calor de la lumbre»



[1] Agradecer a Editorial L`Encobert que mi cuento «La borrica, el vinatero y el obispo», se haya considerado digno de incluirse en una antología de 19 narradores de la península ibérica, «Cuentos de Iberia», en la cual están incluidos autores de tanto prestigio como Federico García Lorca, Vicente Blasco Ibáñez, Rosalía de Castro, Leopoldo Alas Clarín y Carmen de Burgos, entre otros.   También a Diario Público, por publicarlo el 20 de febrero de 2020.


Puedes comprar el libro a través en Amazon:


©Paco Arenas
©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre



[1] Agradecer a Editorial L`Encobert que mi cuento «La borrica, el vinatero y el obispo», haya sido considerado digno de ser incluido en una antología de 19 narradores de la península ibérica, «Cuentos de Iberia», en la cual están incluidos autores de tanto prestigio como Federico García Lorca, Vicente Blasco Ibáñez, Rosalía de Castro, Leopoldo Alas Clarín y Carmen de Burgos, entre otros.  
[2] «Vati», de Vaticano, es el nombre con el que conocen algunos vecinos de Cuenca a la parte alta de la ciudad, por su gran número de iglesias y conventos.









Foto prestada Sole Martínez se puede ver cómo quedó el puente .










Este relato forma parte del libro:
ESPERANDO LA LLUVIA-CUENTOS AL CALOR DE LA LUMBRE
Así mismo, forma parte de CUENTOS DE IBERIA la antología de los mejores cuentos costumbristas españoles, en la que participan autores de tanto prestigio como  Federico García Lorca, Vicente Blasco Ibáñez, Rosalía de Castro, Leopoldo Alas Clarín y Carmen de Burgos, entre otros.  

Enlaces de obras publicadas:



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...