Agradecer a Editorial L`Encobert que mi cuento «La borrica, el vinatero y el obispo», haya sido considerado digno de ser incluido en una antología de 19 narradores de la península ibérica, «Cuentos de Iberia», en la cual están incluidos autores de tanto prestigio como Federico García Lorca, Vicente Blasco Ibáñez, Rosalía de Castro, Leopoldo Alas Clarín y Carmen de Burgos, entre otros.
La borrica, el vinatero y el obispo[1]
El viejo puente
gótico de San Pablo en Cuenca estuvo condenado a desaparecer durante muchos
años. Durante siglos, fue un puente majestuoso, que se alzaba a más de
cincuenta metros sobre el río Huécar. Parecía imposible que se hundiera, como
un «Titanic» de piedra. En el siglo XVIII, resistió a un huracán, pero el
temporal le causó graves daños. Las primeras grietas aparecieron a finales de
ese siglo, en 1779, y las primeras piedras se desprendieron en 1800. El
obispado de Cuenca, propietario del puente y de gran parte de la ciudad,
decidió reconstruirlo en 1887. Sin embargo, las obras no fueron lo
suficientemente efectivas y, al año siguiente, el primer arco se agrietó por la
caída de algunas piedras de la Catedral. Ocho años después, el puente fue
demolido con 16 barrenos de dinamita, el 23 de febrero de 1895.
El nuevo puente de
San Pablo, de hierro y madera, se terminó en solo ocho años y se inauguró en
1903. Pero antes, el 31 de julio de 1902, un nuevo huracán casi lo derriba
cuando estaba casi acabado. Eso ocurrió después de que, el domingo 13 de abril
de ese mismo año, el Giraldo de la catedral se derrumbara. No es de extrañar,
pues, que el nuevo puente generara tanta desconfianza como el antiguo y que
diera lugar a múltiples leyendas. Una de ellas nació de una broma que me hizo
mi hermana Felipa, cuando yo era un adolescente.
La borrica, el
vinatero, el obispo
Agustín era de aquellos vinateros manchegos que
abastecían de vino a Cuenca. Él concretamente tenía la responsabilidad y el
privilegio de suministrar vino a las iglesias ubicadas en la capital de la provincia.
Pronto se dio cuenta del potencial de negocio que podría tener al montar una
bodega o almacén en Cuenca. Sin embargo, carecía de suficiente dinero para
llevar a cabo tal proyecto, por lo que decidió establecerla en un pueblo
cercano a la ciudad. A pesar de esto, tuvo que gastar más de lo que disponía y
recurrió a pedir dinero prestado al obispo de Cuenca a cuenta del vino que le
serviría.
—No puede ser.
Prestarte puedo, pero no en esas condiciones. Eso sería atarme a ti y que me
trajeses lo que te diera la gana. Quiero el mejor vino, a mejor precio y que si
te presto cuartos, me los devuelvas con los intereses correspondientes…
Los intereses que
le puso eran abusivos, de auténtica usura. Siendo que su intención no era solo
abastecer a la Iglesia, sino también vender a los habitantes de la capital,
pensó que podría asumirlo y en unos meses habría amortizado el préstamo.
De habitual ofrecía
tres calidades de vino: el que compraba a terceros a granel y el que elaboraban
ellos mismos, de su propia viña. Entre los vinos adquiridos a otros bodegueros,
había dos categorías: bueno y regular tirando a peleón, destinado para la venta
por la ciudad. Sin embargo, ninguno de estos se destinaba a la misa, ya que para
tal din solo servían el vino de su mejor viña. No obstante, tampoco era ese el
que suministraba a la catedral, sino uno mucho más excelente, solo para
disfrute del obispo y de los ricos que lo podían pagar.
Cada vez que
Agustín llevaba vino a la catedral y a la parte alta de Cuenca, para acortar camino,
pasaba con su borrica por el puente de San Pablo a pesar de tener vértigo y
notar como de vez en cuando alguna piedra se desprendía de sus arcos, y lo
peor, tener que pasar las tasas impuestas por la diócesis para todo el que cruzaba
por él.
No siempre llegaba
a tiempo para amortizar los pagos mensuales del préstamo. El obispo, al notar
la dificultad económica del vinatero, decidió aprovecharse aún más. Aumentó el
interés del préstamo al mismo tiempo que redujo el precio del vino que
compraba.
El afán de lucro
del obispo llegó a un punto en el que dejó de ser rentable para Agustín servir
a la catedral. Dado que el puente de San Pablo pertenecía al cabildo
catedralicio y estaba en tal estado de abandono que su burra, cada vez que se
caía una piedra rebuznaba temerosa, el vinatero encontró la excusa perfecta
para no suministrar su vino a la catedral ni a los vecinos la ciudad alta.
Aunque esto implicaba renunciar a terminar el almacén y perder buenos clientes.
No le resultaba rentable ganar el cielo y perder en sus negocios, siendo que
sus creencias no las llevaba con mucha convicción. Así que fue a ver al obispo
hecho una madeja de nervios en el estómago y en la mente. Se lo plantearía con
claridad, o al menos lo intentaría.
Pidió audiencia
alegando llevar una damajuana de su mejor vino para obsequiar al obispo. Llegó
en plena comida. Un costillar de cordero lechal tenía el clérigo sobre la
mesa. A pesar del vino que traía y de
que cordero había en la mesa para cuatro personas, no lo convidó a sentarse a
degustarlo con él.
—Deja el vino y no
incordies. No son horas de venir a fastidiar…Estoy con un aperitivo…
—Este vino es mucho
mejor… y como va a ser el último que le traiga a vuestra eminencia…
—¿Cómo que el
último? No digas sandeces con los cuartos que me debes…
—Es por el puente,
mi borrica no quiere pasar y yo no puedo servirle más vino…ya le iré pagando…
—Ni hablar. Tú
traerás el vino a la catedral hasta que Dios lo decida, es decir, yo, que soy
su máximo representante en la provincia.
El vinatero, con la
frente perlada de sudor, se mantuvo firme ante el obispo, aunque su corazón
latía con la fuerza de un martillo. La cálida mañana de mayo parecía más
sofocante bajo la mirada implacable del dignatario eclesiástico.
—Su eminencia —dijo
con voz temblorosa—, no es por temor, sino por prudencia que mi borriquilla se
niega a cruzar el puente de San Pablo. Las piedras vibrantes, señor, son como
las palabras de un sermón inclemente, y mis huesos, pobres y pecadores, sienten
el peso de la historia que carga ese puente.
El obispo, sin
dejar de masticar las jugosas chuletas de lechón, alzó una ceja.
—¿Prudencia?
—escupió la palabra como si fuera un hueso indeseado—. ¿Acaso los animales
tienen acceso a la sabiduría divina? ¿Creen que los borricos consultan a Dios
antes de decidir qué camino tomar?
El vinatero tragó
saliva y se atrevió a mirar directamente a los ojos del obispo.
—No lo sé, su
excelencia…mi borrica…
—Eminencia,
ilustrísima eminencia…¡Ay, Dios mío, perdona la ignorancia de tus siervos!
—Imploró al cielo el obispo.
—Su eminencia «lustrísima»
—lustroso sí que lo está el gordinflón con sotana colorá, pensó, pero se guardó
el pensamiento y humildemente se hizo la víctima—: En mi ignorancia no sé cascar esos palabros
de los sabios estudiosos… Pero, yo creo que Dios habla en los susurros del
viento y en los relinchos de los burros. Mi borriquilla, ella sí que sabe. Y
yo, su humilde siervo, escucho…
El obispo se
levantó de su silla, el terciopelo verde que crujía bajo su peso. Se acercó al
vinatero, tan cerca que el aroma del buen vino se mezcló con el sudor de obispo
y el miedo del campesino.
—Escucha bien,
Agustinico…que a saber si por tus venas no corre sangre judía o mora —dijo,
pronunciando el nombre en diminutivo como un látigo fino y golpeando con el dedo
índice sobre la mesa —. Si quieres seguir vendiendo en esta provincia, y digo
provincia, no solo en Cuenca, traerás el vino por el puente de San Pablo. No
importa si las piedras vibran o si los borricos profetizan como becerros de oro
en el desierto. La bendición no es gratuita, y tus cuentas, como tus huesos,
deben saldarse y soldarse antes de mandarte al infierno. Así que no me
fastidies... ¿Escuchas la voz de Dios de mis labios? Pues eso.
El vinatero
asintió, sintiendo el peso de su deuda como una losa sobre su espalda. Pero
antes de retirarse, se atrevió a decir:
—Quizás, su
excelencia…si lustrosa eminencia, debería cruzar el puente una acompañándome.
Quizás así entienda el miedo que siente mi borriquilla. Y quizás, solo quizás,
encuentre en su corazón la compasión que Dios espera de un obispo…y con su
bendición…
El obispo se quedó
en silencio, sus ojos oscuros como el vino que bebía. Luego, con un gesto
imperioso, señaló la puerta.
—Te acompañaré. Te
salva este vino que me has traído. Vete, y obedece. No olvides que las cuentas
pendientes también se pagan en el reino celestial. Y reza porque no te veas
como Zacarías pidiendo limosna en las escaleras de la catedral. No te creas que contigo voy a tener tanto
miramiento.
—Mi borrica se
niega…—protestó el vinatero, con palpable preocupación, incapaz de parpadear
ante la nueva imposición.
—Con la ayuda del
Altísimo, te mostraré cómo lograrlo. Debes traer una arroba más de vino, el
mismo que vendes a los pordioseros y otra como este. Yo te diré qué hacer con
él, y con la bendición divina, todo saldrá a pedir de boca. A partir de ese día Dios te librará a ti y a
tu asna de todo mal.
Agustín no solía
vender vino a los pordioseros, ya que no podían pagarlo. Sin embargo, en
ocasiones, entregaba vino ligeramente avinagrado a la casa de caridad cercana
al castillo, a quienes el obispo llamaba pordioseros.
—¿Y si la borrica
se niega? —preguntó el vinatero.
—No te preocupes,
en el momento adecuado, te lo explicaré.
El vinatero obedeció
con su alma cargada de temores. En el umbral, miró antes de salir al obispo y
pensó en la borriquilla, en el puente y en las palabras que flotaban en el aire
como hojas secas en días de tormenta antes de caer la primera gota de lluvia se
transformaban en cuchillas.
Unos días después,
el vinatero y el obispo se encontraron en un viejo mesón cerca del puente, un
lugar que ya no existe. Allí, el obispo le reveló su plan, algo que ya había
insinuado previamente.
—Dale a la borrica
el vino peleón en lugar de agua, engáñala. Yo bendeciré el vino y a la borrica,
y con la ayuda de Dios cruzará y como lo hagas hoy, lo harás siempre…
—Si no es necesario
engañarla, le gusta tanto… Si me descuido, con una arroba no será suficiente,
aunque sea vinagre más que vino…
La borrica disfrutó
enormemente de más de una arroba de mal vino, y Agustín se negó a darle más, ya
que rebuznaba de placer. Agustín nunca la había visto tan contenta. El obispo
también sació su sed, tomando licencias que no le habían sido otorgadas.
Aprovechando que era gratis, bebía sin necesidad de tazón o vaso de la otra
damajuana de excelente caldo. Al vinatero también le gustaba el vino, pero
mientras trabajaba, evitaba beber, ya que incluso con su mejor caldo, le dolía
la cabeza. Sentía envidia del obispo y su compañera de libaciones.
—¿No bebes?
—preguntó el obispo.
—Estoy en ayuno
voluntario —mintió Agustín.
—Tú te lo pierdes.
Hoy no es Jueves Santo, y yo, pago la bula y ni entonces ayuno. Tengo licencia
del obispo para ello —rio el obispo, ya un poco ebrio.
Esperaron un rato
para que el vino hiciera efecto en la burra. Pasado el tiempo en que la burra parecía
más valiente, obispo, vinatero y borrica se encaminaron en dirección al puente.
Pero al llegar, la borrica podría estar borracha, pero la tozudez era mayor que
de costumbre. Ni sus hijas las mulas eran tan tercas. Se negaba a poner sus
herraduras sobre el puente gótico, ni con vino ni sin vino. El obispo sacó el
hisopo y bendijo a la pollina. Pero esta se negaba a cruzar. Agustín tiraba de
los ramales con fuerza, pero el animal se resistía.
Entonces el obispo
tuvo una idea: colocó delante del animal un tazón de vino peleón. Sin embargo,
la borrica no se movió. Luego llenó otro tazón el que reservaba para sí mismo.
Se apoyó en uno de los muros del puente y bebió tranquilamente mientras pensaba
cómo engañar a la borrica.
De repente, la
borrica mostró interés en ese exquisito vino. No era tonta y quería probarlo.
El obispo, como si fuera una zanahoria, caminó rápidamente por el puente. Cuanta
más prisa se daba, más rápido trotaba la borrica. Aunque el obispo le decía:
—No se ha hecho
este vino para la boca del asno.
Agustín, asustado,
intentó contener al animal, pero recibió una coz que lo tiró fuera del puente.
Cuando se recuperó del mareo, vio que la borrica y el obispo estaban en el
centro del puente. Un gran estruendo retumbó en toda la ciudad: el puente de
San Pablo se derrumbó entre una nube de polvo y un aroma afrutado a vino de la
Mancha.
Del obispo y la borrica nunca más se supo,
quedaron sepultados bajo las góticas piedras de San Pablo. Mientras tanto, el
vinatero, salvado por la coz, agradecía al Señor y decía a quien ya no podía
escuchar:
—Ya le dije a su lustrosa eminencia que el
puente no estaba hecho para aguantar a dos borricos a la vez.
Así cuenta la
leyenda que se derrumbó el puente de San Pablo. Si es verdad o no, no lo sé.
Pero esta es la versión sacada de una broma de mi hermana Felipa y mi corta
imaginación:
«Hace muchos años
se cayó por el puente de piedra una borriquilla y un obispo borracho, suerte
tuvo el vinatero que se salvó, gracias a la coz que le dio la borrica»
Relato incluido en
la antología de cuentos costumbristas de la península ibérica: «Cuentos de
iberia» , al lado de 19 autores de España y Portugal como Vicente Blasco
Ibáñez, Federico García Lorca, Leopoldo Alas Clarín o Carmen de Burgos.
Publicado en el
diario Público, en esa misma antología.
Forma parte de mi
libro «Esperando la lluvia -Cuentos al calor de la lumbre»
[1]
Agradecer a Editorial L`Encobert que mi cuento «La borrica, el vinatero y el obispo»,
se haya considerado digno de incluirse en una antología de 19 narradores de la
península ibérica, «Cuentos de Iberia», en la cual están incluidos autores de
tanto prestigio como Federico García Lorca, Vicente Blasco Ibáñez, Rosalía de
Castro, Leopoldo Alas Clarín y Carmen de Burgos, entre otros. También a Diario Público, por publicarlo el
20 de febrero de 2020.
Puedes comprar el libro a través en Amazon:
©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre
©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre
©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre
©Paco Arenas
©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre
Así mismo, forma parte de CUENTOS DE IBERIA la antología de los mejores cuentos costumbristas españoles, en la que participan autores de tanto prestigio como Federico García Lorca, Vicente Blasco Ibáñez, Rosalía de Castro, Leopoldo Alas Clarín y Carmen de Burgos, entre otros.
Pisando barro, soñando palabras (Poesía)
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