Dedicado a mi hija Rocío, que ha venido de Madrid a
acompañar a su madre y su abuelo en estos difíciles momentos.
Estaba
el anciano sentado frente a la amplia cristalera del hospital, miraba caer la
incesante lluvia de aquel día gris del mes de mayo. Tenía la vista perdida en
el infinito, que no iba más allá del gris del cielo que de manera homogénea
impedía ver ni un solo resquicio de azul. Llevaba la máscara de oxígeno puesta,
por lo que sus labios quedaban casi ocultos por la misma. No obstante, vez en
cuando se le veía mover los labios y en un tono apenas audible se le podía
escuchar monosílabos, que, de ser más continuados, bien podría haber creído que
quien los escuchase que se hallaba rezando:
—Tres...
Pasan
unos minutos y:
—Cuatro...
Justo
enfrente del hospital se encuentra los últimos reductos de la huerta
valenciana, al fondo Alfafal, Albal, Benetusser, y si miras hacia el Este, se
observan las grúas del puerto de Valencia y a los mismos pies del hospital, las
vías del AVE.
La
lluvia parece ahora más intensa, la gente corre en dirección a sus vehículos o,
al contrario, desde sus vehículos al hospital. De repente ves que el anciano
baja la vista, cualquiera pensaría que, para observar a las presurosas
personas, o ese paraguas que se ha dado la vuelta y ha emprendido el vuelo
quedándose enganchado entre los troncos de tres palmeras existentes al otro
lado de la calle; pero no, el anciano fija su vista en las ahora desiertas vías
del AVE Madrid-Valencia. Mira obsesivo, alternativamente, el reloj de su muñeca
y las vías del AVE, que, aunque no se ve, parece adivinar. Pone su mano a modo
de visera, sin que el sol lo pueda deslumbrar por estar completamente nublado.
—Catorce...
Un
muchacho, que se encontraba comiendo una chocolatina crocante, de chocolate con
almendras, se percata del error, lleva varios minutos intentando ver lo que
mira el anciano, pues él no ve nada en el cielo, aparte de nubes. El muchacho
ríe, intercambiando una mirada furtiva de complicidad con su novia
convaleciente. Duda en corregirlo, o no, al verlo tan débil.
—Sin
duda le falla la cabeza —, piensa.
Sin
embargo, lo intenta:
—Señor,
miré usted, perdone que lo interrumpa —balbucea indeciso —. Después de tres van
cuatro, no catorce...
El
anciano lo mira de arriba abajo, como si no lo estuviese mirando. Mira también
a la chica, excesivamente delgada, con un gotero colgado del andador y unas
enormes ojeras que denotan el no haber podido dormir en toda la noche. La chica
sonríe, como pidiendo perdón por el atrevimiento de su novio. El anciano se
pone serio, termina sonriendo también, su mirada ahora es perdida. Provocando
que la pareja piense que están en lo cierto, se le ha ido la cabeza al anciano.
Pero el anciano no los mira a ellos, en realidad mira lo que el chico lleva a
su espalda, una guitarra, metida en su funda.
—Primero
contaba los aviones que salen del aeropuerto de Manises…
—Si tú
llevases aquí cuarenta días, sabrías cuando pasa cada avión, aunque no lo veas,
solo por la hora y el minuto que es. El próximo pasará dentro de 18 minutos y
veinte segundos...
—Pero
del cuatro al catorce...
—Antes
contaba aviones, ahora contaré los vagones, a están a punto de pasar, y mi
nieta me ha dicho que vendrá con catorce vagones...
—¡Ah!
—¿Me
dejas la guitarra? Soy viejo pero mi cabeza todavía funciona.
El joven
mira al anciano, lo ve con la mascarilla de oxígeno puesta, con su mano
temblorosa, y su voz apenas sin fuerza para salir de sus labios, como si la
muerte estuviese a punto de cobrar una nueva víctima de manera salvaje. Duda, y
pregunta:
—¿Para
qué quiere usted la guitarra?
—
¡Copón! ¿Para qué la he de querer? Para tocarle una canción a mi nieta Rocío
que ha venido de Madrid a verme y va en el vagón once...
—Si no
lo va a escuchar, el AVE pasa rápido. Y de todos modos está muy lejos...
—Tú
déjame la guitarra y verás como mi nieta escucha la canción...
El joven
no supo negarse. El anciano que apenas se podía mover, comenzó a rasgar la
guitarra con una energía desconocida, comenzando a cantar con esa voz que salía
del fondo de su juventud, de su corazón. En esos instantes pasó el AVE, el
joven contó los catorce vagones, mentalmente se fijó en el once, el cuarto por
la cola, y sonó el celular del yerno del anciano y padre de la nieta, el cual
lo puso de inmediato en manos libres, para que lo pudiese escuchar el anciano.
Escuchándose la voz de Rocío:
—Abuelo,
ahora estoy pasando por delante del hospital, voy en el vagón once y estoy
escuchando tu canción...
El
anciano vio alejarse el tren, con su vista puesta en onceavo vagón, como si los
demás no existieran. A pesar de estar operado de gravedad, al escuchar a su
nieta, al comprobar que todavía le quedan fuerzas para tocar la guitarra y
entonar una canción, le hace pensar, o tal vez soñar, ese último viaje a la
tierra que le vio nacer, allá por dónde don Quijote y Sancho corrieron sus aventuras.
Todavía sueña que esas vías le lleven a La Mancha, y allí, junto a un viejo
molino librar su última batalla y emprender el último viaje.
El día
era lluvioso, pero en los ojos del anciano y de la nieta, que va en el tren,
brilla el sol de la esperanza...
Cuadro inacabado de mi amigo Pedro Blasco, ha pedido
opinión y el cuadro habla por sí sólo y me ha contado esta historia. Cuando
esté terminado sonará hasta la guitarra. Personas que aparecen el cuadro: Paco Cabanes jugador de pelota y Vicent Savall
cantautor valenciano de Gandía.
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